El proceso imperecedero

Views: 37

En nuestros días, el juicio de Sócrates sigue siendo de una importancia innegable. Los motivos son nada menos que haber explicado, por primera vez en la historia, dos tópicos de una superlativa concurrencia en la actualidad. El primero es haber emparentado dogmatismo con debilidad mental, y el segundo fue sostener que dicha falencia era la causa primera del atraso del desarrollo humano. Si se sigue teniendo algún lastre en el inconsciente colectivo actual es la censura al libre examen sobre las ideas presupuestas sobre este o el otro asunto. Y si hay una causa a la que apuntar para buscar explicaciones al atraso de esta o la otra sociedad, no puede dejar de mirarse a la rigidez que se presenta ante el honesto cambio de idea ante el error. Así son de vigentes estas dos proposiciones sobre el hombre y el estado.

En el juicio, hay siempre dos versiones del mismo hombre: una histórica y otra filosófica; que mantienen siempre una clara complementariedad. El Sócrates histórico es un pie forzado, una gran introducción a la lectura e interpretación de los pasajes históricos. Pues en él se funden todos los conceptos que comúnmente quien pesquisa la historia tiene que ir extrayendo de un lado o del otro sujeto a errores y sesgos. El Sócrates filósofo, por otra parte, ejemplifica de una manera casi total, casi esencial y cerrada cuál es el recto quehacer del filósofo. De un lado vemos un Sócrates eje de un momento de la historia potentísimo para entender el hoy a través del ayer. Del otro, lo vemos como una eminencia sin parangón de la enseñanza de la virtud. El primero es el indomable personaje que haría cristalizar en la historia una lección que purga cualquier sociedad que la tiene que vivir: el espíritu de individualidad no es un enemigo de la democracia sino más bien su garantía. Y el segundo, es aquél ágrafo inmolado por desafiar la autoridad -como dice en ambos casos Escohotado-.

Ahora bien, las razones por las que llevar a juicio y condenar a muerte a una persona claramente adelantada a su tiempo, en cuya conciencia se encontraba el rumbo evolutivo que había de seguir el género humano, fue más sencilla de lo que pudiese pensarse: un pueblo como la Atenas de aquel tiempo no podía soportar a un libertino como Sócrates. La democracia Ateniense era una fachada política sin fondo intelectual y que tenía muchos intereses oligárquicos que defender. Sócrates estaba haciendo temblar todo esto desde las calles. Sus ideas -pura dinamita contra el conservadurismo y el tradicionalismo- calaban cada vez más en los jóvenes y entre los más respetados oradores e intelectuales, y claramente el conflicto estaba justificado para ser iniciado por parte de los atenienses.

El juicio de Sócrates, es, en suma, es puro elíxir y nutriente intelectual para la vida. Hace ver a quien sea, al individuo de a pie, una lección importantísima: no todos los tiempos y sociedades que se encuentran en crisis, cuando tienen una posible solución delante, están preparados para asimilarla para reconstruirse. Como el asunto siempre tiene precio, en el caso de la antigua Atenas fue que su hombre más virtuoso tuviese que inmolarse con una nobleza sin fondo con tal de que la consistencia de su memoria histórica no se quebrase; y así comprender -a la fuerza- no muchos que a veces las chispas de las reformas hacia la prosperidad están más cerca de lo que puede pensarse. Que este tipo de ideas, pase lo que pase y se derrame la sangre que se derrame, tienen una vigencia, que ni una sentencia a muerte ni la pseudohistoria pueden acallar.