El señor de las monedas
Tengo una extraña manía, desde pequeña, de sentarme en flor de loto. Podría decir que incluso ahora lo hago para mi equilibrio emocional, pero apelando a la honestidad, es más la comodidad del tiempo. Aquella mañana en el Aeropuerto Internacional de Narita Jasiko, el más grande de Japón, no fue la excepción. Mi hermano se encontraba leyendo un manga que había comprado en los días anteriores, en una tienda de libros que, según recuerdo, se me antojó como una caja de tesoros extraños, con tapas y lomos en una escritura lista para escapar en el universo de la traducción. Mientras tanto, sentada en la alfombra de la sala de espera –poco consciente de todos los riesgos sanitarios que hoy sabemos ante mi osado acto de simpleza– me encontraba contando los yenes que me habían sobrado en moneda.
Japón es una tierra enigmática, y no lo digo con el adjetivo de una marca de turismo, sino como el sustantivo de una experiencia inolvidable de aquel invierno. Sabía que era el país más desarrollado del mundo –los albores del siglo XXI que apenas estaba despertando– reconocía su inteligencia espacial y su asombrosa capacidad para trabajar los detalles pequeños, pero, sobre todo, admiraba su capacidad de resurgimiento. Sí, el renacer de los escombros de la bomba atómica y la ocupación norteamericana, y seguir adelante con el cuerpo erguido hacia el futuro. Como si aquellos días del 6 y 9 de agosto de 1945, cuando en el concierto del fin de la Segunda Guerra Mundial, las peores pesadillas de Einstein se convirtieron en un hongo gris fotografiado por la historia… como si ello sólo fuera un susurro de lágrima que se había convertido, como las lágrimas del dragón, en un río de sobrevivencia y superación. Y ciertamente, años después de aquel viaje, todas estas consideraciones se acrecentaron en admiración condimentada con un sentimiento especial: el cariño.
Las nuevas generaciones tienen mucho más contacto con la cultura oriental, sus fenómenos musicales, fílmicos y sociales, que las generaciones precedentes. El Internet nos ha permitido conocer estilos de vida mientras que el fenómeno de la globalización –que hoy se antoja tan parte de nuestra vida– permite que la comida rápida cuente con su lista de opciones, el famoso sushi o yakimeshi. Sin embargo, el camino de este conocimiento expedito ha sido largo y debo confesarlo, fascinante. Desde la época porfiriana, existía un vínculo especial con Japón, de hecho, en 1888 ambos países, firmaron un tratado comercial y de amistad que, para el país asiático representó el primero en su tipo firmado con país occidental, mientras que, para México, el primero que firmaba con un país de Asia. Un convenio que el propio Porfirio Díaz catalogaba como un documento en el que se establecía relaciones muy útiles en lo porvenir, con un país tan interesante por su historia como por sus recientes y rápidos progresos en el sentido de la civilización moderna.
No conseguía la meta esperada en mi conteo de yenes. No recuerdo el monto, pero sí tengo vívido el recuerdo de que buscaba hasta lo más recóndito de mi mochila, las posibles monedas que se hubieran escapado de mi cacería. El motivo, poder comprar una pequeña Kitty de peluche con yukata que había visto en el aparador de una de las tiendas de duty free del aeropuerto. Hello Kitty es uno de los personajes más conocidos de la cultura del Japón Moderno, creado por la marca Sanrio en 1970. Había comprado otros figurines similares en Tokio y Kioto, además de una figura mucho más grande y especial, en uno de los lugares más bellos que he visto en estas más de tres décadas de vida: Hakone. Esta prefectura se encuentra en el este de Japón, considerado un punto turístico especial por sus aguas termales y las hermosas postales que regala con el Monte Fuji.
De hecho, una de estas postales es la imagen de mi recuerdo: era ya tarde, el final del tour y el momento de comprar los últimos souvenirs. La tienda-restaurante era de madera y poseía una hermosa terraza que daba al Lago Ashi y el Monte Fuji de fondo. O más bien, las nubes que delataban que ahí, en el fondo, se encontraba el Monte. Salí a la terraza, hacía frío, pero también iba protegida. Sentí el aire gélido acariciando mi joven rostro, mis ojos se perdieron entre el verde danzando al compás de la neblina y el azul nadando en la serenidad. Respiré profundamente. Poco sabía de aquel país y su gente, y la vida me había sorprendido gratamente. Quizás eso sucede cuando dejas que la vida pase sin expectativas: esta te abraza con amor. Volví a respirar profundamente con la certeza de que el día que muriera, regresaría a ese lugar.
¿Le falta mucho? –me preguntó educadamente un señor de rasgos orientales con un acento especial al hablar el español–. Mi hermano y yo ya lo habíamos visto y saludado cortésmente por compartir esa zona con nosotros mientras esperábamos el vuelo a Ciudad de México. Creo que sí y lo miré con mis ojos de extraño color y supongo, una infinita ternura de una juventud alejada de moda y muy cercana a bibliotecas. Yo quiero mucho a México, hace años me mudé a Cuernavaca y ahí hice mi vida. Es un país hermoso. Mi hermano y yo le sonreímos y ciertamente, mientras él era traductor de japonés, yo era la diplomática parlanchina que platicaba en castellano. Entonces comenzamos a conversar de lo interesante que había sido nuestro viaje, los aprendizajes sobre lo que en realidad eran los bonsáis, los museos y la tecnología en Japón. Él nos contestó con el sentimiento fraternal que siente por México, las amistades que ha hecho y la paz que ha encontrado más allá de donde nace el sol. Al finalizar la plática y ciertamente, resignada a no completar mi colección, el hombre de ojos rasgados, complexión delgada y sonrisa de paz sacó de la bolsa de su pantalón un puñado de monedas y me las regaló: yo quiero mucho a su país.
El fin de semana pasado, en el Centro Cultural donde trabajo, montamos una pequeña exposición sobre la cultura moderna de Japón en el marco de un festival cultural que buscaba rescatar el sentimiento de fraternidad y sobrevivencia que ha representado los Juegos Olímpicos Tokio 2020(1). En una de las vitrinas coloqué mi colección de Kitty portando trajes tradicionales del país asiático. Y sí, apareció la Kitty de Hakone y la Kitty del señor de las monedas. Entonces pensé que, en la lejanía del tiempo, el gracias de aquella muchacha de 19 años, regresaba como eco a la vida.