¿El sistema?
Las inercias son tremendamente peligrosas, y una gran realidad es que durante décadas hemos señalado al sistema como el gran villano de nuestras tragedias cotidianas; y se ha convertido en ese ente abstracto, omnipresente y convenientemente indefinido que nos oprime, nos limita, nos agobia y nos dicta cómo hacer las cosas.
Para gran parte de la sociedad mexicana, el sistema educativo, el sistema político, el sistema económico… todos culpables y nosotros, por supuesto, víctimas inocentes. Pero ¿y si el problema no es el sistema, sino nuestra deliciosa comodidad dentro de él?
Porque seamos honestos: criticar el sistema desde la comodidad del sofá, con el café en mano y el Wi-Fi funcionando, es casi un deporte nacional, nos encanta indignarnos en redes sociales, compartir frases de Paulo Freire o de Foucault (según el nivel de sofisticación), y exigir cambios profundos… siempre y cuando no nos pidan llegar cinco minutos antes al trabajo, leer más de dos párrafos seguidos, no faltar a nuestras labores por cualquier pretexto o apagar el celular durante una clase.
El sistema nos da lo que queremos: rutinas predecibles, jerarquías que nos eximen de pensar, y excusas listas para justificar nuestra apatía.
¿Por qué cuestionar la burocracia si nos permite esconder la incompetencia tras un sello oficial? ¿Para qué transformar la educación si repetir fórmulas caducas nos evita el esfuerzo de innovar? ¿Por qué exigir justicia si el caos nos permite negociar favores en la sombra? ¿Para qué buscar nuevas rutas si ese sistema me permite cobrar el 15 y el 30 sin mayor esfuerzo?
Nos quejamos del sistema, pero lo defendemos con uñas y dientes cuando amenaza nuestra zona de confort, llevándonos al punto de la incongruencia; protestamos contra la corrupción, pero agradecemos al contacto que nos agiliza el trámite, denunciamos la falta de pensamiento crítico, pero nos incomoda el alumno que cuestiona demasiado, exigimos transparencia, pero preferimos no saber demasiado, no vaya a ser que nos toque actuar, ofrecemos apoyo incondicional a un proyecto, pero cuando éste tiene que ejecutarse, chillo y niego el siquiera conocerlo.
Y así, el sistema se perpetúa; no por su fuerza, sino por nuestra tibieza, porque el verdadero problema no es que el sistema esté roto, sino que nos hemos adaptado a sus grietas como si fueran parte del paisaje.
De manera inconsciente, como la ranita que se mete a la olla y se va calentando paulatinamente hasta hervir, nos hemos vuelto expertos en sobrevivir ese condenado sistema, en decorarlo con discursos bonitos, en maquillarlo con reformas que no reforman nada.
Cambiar el sistema implicaría incomodarnos, dejar de repetir lo que funciona más o menos y atrevernos a construir lo que aún no existe, esto significaría asumir que no somos espectadores, sino cómplices. Y eso, claro, es demasiado pedir a quien, por ejemplo, sólo trabaja por el sueldo.
De esta manera, permanecemos aquí, cómodamente instalados en la crítica estéril, en la indignación de temporada, en el activismo de pantalla.
Porque el sistema, ese monstruo que tanto tememos, no está allá afuera, está en nuestras decisiones, en nuestras omisiones, en nuestra paciente y bien justificada comodidad.
¿A poco no?