Fábula celeste de Aria y Maró y de su viaje interesencial
Para Alma
Cuaderno de bitácora
Confusa e introductoria confesión
Aria a veces no entiende a Maró, es que él es tan confuso y apasionado que los silencios de ella lo marean y lo envuelven en una espiral eterna, de la que él siente que no podrá escapar para volverla a encontrar como al principio, fresca, hermosa, matutina. Él sabe y supo siempre que ella tenía su propia forma de sentir y de decir las cosas, pero es que a veces todo se ha complicado tanto, que Maró ya no sabe cómo decir lo que él piensa o si decirlo o no, y complica su mente y la de Aria creando un laberinto tan grotesco y tenebroso, que ella cree no podrá resistir o que siente que la va a esconder de él. Porque no quiere apartarse de él, aunque sea mirarlo sin que la mire, besarlo cuando duerme, acariciarlo en sus problemas, decirle que lo ama.
Día 1
Una noche, Aria esperaba a Maró que había quedado en encontrarse con ella para fugarse juntos, iban a huir temporalmente de sus mundos particulares para estar solos y decirse todo lo que el viento borró de sus labios o lo que no llegó a la flor de la palabra. La nave estaba lista para emprender el viaje y él no llegaba. La guardiana de Aria ya se había retirado, la nave partió, apagaron las luces y ella empezó a ver por la ventana como se alejaba del lugar en donde él se quedaba, y ¿qué importaba?, ella era fuerte, estaba acostumbrada a que los que tenían que estar no estuviesen y los que no tenían sí. Sin embargo, pese a esa extraña sensación de que algo no era como siempre en su interior, con la pena de que no hubiera llegado, ella sabía que estaba cerca. Había algo de feo y gris en ese espacio del que se alejaba, él no se quedaba allí, estaba segura, pero entonces, ¿Dónde estaba?
Pasados algunos minutos, no habían salido del sistema, cuando él apareció en el asiento de atrás, mirándola y hablándole con esa seguridad y tranquilidad que ella en él antes amaba tanto.
– Hola.
– …
– ¿Está ocupado el asiento? Bromeó.
– …
– ¿Puedo sentarme?
– …
Entonces, traduciendo sus silencios que él conocía tan bien, se acercó a su rostro moreno, que se anochecía con la luna y le dio un beso largo como un manantial y fuerte como un choque. Su fragancia era el aire. La respiraba. Ahora, ella habló.
– …
– ¿Qué? Le preguntó Maró encandilado.
– …
– ¿Te molesta verme? Preguntó él sinceramente azorado por el recibimiento.
– …
Entonces, Maró ya no habló más. Luego de unos quince minutos de silencio, le refirió todas las peripecias que tuvo que pasar para poder llegar hacia ella. Ella lo amó. Él la abrazó y se quedaron observando el camino hasta que él se durmió. Aria lo contempló dormir y soñaba con el amor despierta, como un alelí salvaje o una bárbara oveja. Era imposible imaginarla deseando a su compañero de viaje sin considerar lo fuerte y lo dulce, lo sereno y lo trágico.
Toda la noche la nave burló las inclemencias del tiempo, por ratos la ventana se oscurecía, no dejando ver nada a ambos, por momentos ellos no veían nada, entretenidos como estaban en hurgarse mutuamente. Fue allí cuando él tocó los suaves vellos de Aria y ella no dijo nada, únicamente sintió que quería que él estuviera siempre con ella y con su pubis y que con él todo debiera pasarle.
Día 2
Amaneció. El viaje continuaba y ellos sabían que esa nueva experiencia juntos iba a ser tan extraordinaria como las otras. Él sabía que lo que deseaba de ella era su compañía para siempre. Miraba sus ojos clavados en los suyos y el mundo le parecía un pañuelo que podía unir y desunir por sus puntas hasta resolverlo magníficamente. La tomaba de la cintura y el eje del mundo era el ombligo de su amada. Tanto era lo que sentía y tan poco el tiempo. Y la lluvia ─que para él era ella─ se tornó en su amiga serena y bulliciosa, en su compañera de los espacios sin ella. Se puede decir que, al amar a Aria, Maró aprendió lo que era la soledad.
Estar mucho tiempo sin ella le restaba lapsos de existencia orgánica, esperarla, era esperar por hálitos de savia, por aire, por agua, por soplo vital. Solo vivía para contemplarla girar alrededor de su cuerpo y de su voz, de sus ideas y de su extraña y mortecina fuerza.
Amaneció, decía. Y el mundo se hizo de humo pues ellos tenían otro que proponerles a todos, el mundo con ellos, el mundo de ellos, el mundo secreto del amor, el orbe secreto del amor mundo, el universo escondido del amor escondido. El amor.
Por el atardecer comieron algo ligero, él solo quería tomarla en sus brazos y besarla apasionadamente, hasta que lo que sentía entrara en ella. Ella se anudaba tímidamente en él, pero con esos nudos que demoran en soltarse o que no se sueltan nunca o, que, si lo hacen, dejarán la marca de la unión por siempre como gruesos y hondos cardenales en la piel.
Al anochecer Aria se preocupó y se perfumó. Siempre lo hacía. No podía materializar un desasosiego sin un magnífico aroma. Ella era por naturaleza misteriosa y propia. Y balsámica. Sí, era muy propia, eso a Maró le apasionaba. Comenzó a intranquilizarse por él, después de todo Maró la había seguido en esta osada aventura de fugarse, propuesta por él, organizada por ella, hacia un lugar en donde ella tenía amigos y él no. ¿Qué sería de él? ¿Dónde dormiría? ¿Qué haría para sobrevivir? Él pensaba: Eres hermosa y adorable. Adorablemente mágica. Eres para mí. Soy para ti. ¿Qué importa todo?
Casi al llegar la medianoche habían llegado, el paraje resultó caluroso para ella y frío, muy frío para él. Allí tuvieron que despedirse. Siempre así, a oscuras. De pronto, él miró a un lado y a otro. No había nadie. Solo él y su vieja sombra. Decidió buscar el destino inmediato y encontró con alguna dificultad donde descansar. La imaginó durmiendo y soñando como la noche anterior, en que ella lo vio dormitar unos instantes. Esa noche en que habían sido para ellos dos y nada más, esa noche de silencio, en que nadie habló independientemente, ni él ni ella, simplemente los dos a la vez, con diferentes y únicos labios, con ingenuas, amorosas y silentes palabras, con los sonidos inarticulados de los dibujos cerebrales. Con las manos y la saliva. Y las esencias. Con los ojos observándose secretos y escondidos. Con los ojos creando un mundo neutro donde vivir, donde vivirse. Con la confianza plena de que se tenían el uno al otro. Con la verdad inalterable de que nada podría hacerlos traicionarse. Con la certeza de que si ella era Aria y él Maró ¿para qué hablar?
Trasnoche. La Lluvia
Todos duermen. Maró no puede. Piensa en Aria y la evoca. Aria lo extraña, aunque se ha acostumbrado a que él exista nada más cuando está con ella. Él no soporta el silencio del viento y el murmullo de las hojas, sale, como siempre a buscar la vida. Piensa en ella, en Aria. De pronto llueve, y el siente esa embriaguez que sentirá siempre tiempo después, cada vez que la contemple desnuda. Esa ebriedad de saberse peregrino de su cuerpo, paseante interminable de sus piernas, ave errante en sus senos y dibujante extremo en sus caderas. Él, que ha visto todo en el futuro de su piel y de su carne, él, que la ha ensalivado toda, es mojado por la lluvia y la recibe, cual violento orgasmo de sueños, como una andanada de voces de amor, como una jauría de sus dientes blancos asesinos, él es llevado por la lluvia. Rumbo a su río secreto y negro.
Ella. La Lluvia. Su cuerpo
Tendida al igual que la rama de un árbol despreocupado, sobre sus carnes nuevas, cabecea y entresueña Aria. Su piel coloreada se torna oscura al caerle el cielo negro. Ella está ahí pero no está, sabe bien y no sabe que desde que Maró apareció ella está y no está en sí misma y en todas partes. Él es el culpable de su nuevo silencio, de esa mudez nueva, más perfecta, más fina, más de ocultar, más de agente secreto. Ella lo quiere tener a su costado. Ella quisiera dormir con él esa noche. Ella está irremediablemente acostada en esa cama tan conocida por su niñez y, sin embargo, no está. Está definitivamente en las manos de su amado, tan atrayentes como un campo magnético. Ella está en donde siempre se posan sus dientes ansiosos, en donde siempre descansan sus manos en ella, ella está en la punta de sus dedos, en sus frases calientes, en su lengua corrosiva que le envenena la oreja. Ella no quiere estar durmiendo para fingir que no lo ansía, ella quiere acostarse con él y besarlo.
– ¡Aria! ¡Aria! ¿No comes nada? Gritan sus parientes. ¡Aria! Ya se durmió seguro, piensan. Debe estar cansada. ¿Cómo comer? Si él no ha comido. ¿Cómo comer si él es mi estómago? Ella no estaba allí, no podía oírlos. Estaba al otro lado del territorio buscándolo a él que la buscaba a ella.
Amanecer
Al día siguiente, temprano, por la mañana, nadie encuentra el cuerpo de nadie, pero Maró sabe que en esa lluvia de anoche él murió de alguna forma y lo que ella encuentra al ir a buscarlo, luego de un día es a otro Maró. Ataviada para él, ella era él de alguna manera, desde esa noche. Pero ninguno lo diría, habían aprendido del silencio rarísimo de la lluvia. En algún lugar de Aria, en su selva negra, como su río, la lluvia lo había capturado para siempre. Extraviado a su gusto, pero muerto, al fin y al cabo. Ajetreado con su sexo. Atado a su tibia piel y a sus hermosos ojos maquillados por el clima intenso y por su fuerza de mujer. Atado, en fin, a su propia génesis, a su pulso y a su tacto. A sus aromas eternos.
