Feliz 2022 y todas las dudas del mundo

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Extrañamente amanecí con la tonada de aquella canción que cada año suena en estos días: otro año que queda atrás. Casualidades, supongo. O, las ganas de cerrar un año más. Lo cierto es que se apoderaron de mí desde ayer unas ganas imperiosas de escribir algo a propósito de las fechas. Pero, ¿qué?

Éste probablemente resulte en un texto de mucha paja. O no. La duda es una constante. Eso creo, pero el tiempo es poco, son las 11:01 de la mañana del jueves y no tengo nada que mandar. Gobierna en mi cabeza la desesperación. Es insano hacer algo así tal vez. O no. No lo sé.

Bien. Veamos. Pienso entonces en esa necesidad de cierre, ese fanatismo que tenemos los humanos por englobarlo todo, agruparlo y categorizarlo. Hagamos pues un recuento de las cosas buenas y malas. Lo bueno, pasamos de vivir un año caótico con el coronavirus, hablando del 2020, a brincotear de variante en variante ya con singular apatía: además, parece que ya va de salida. Supongo que eso es bueno, pues habla de la capacidad de adaptación de esta especie.

Pero dejemos atrás el virus. Estoy un poco harto de él con todo lo bueno que se vea esto último. Lo malo, y muy malo, es que es la primera de muchas peripecias para el mundo. Una que me preocupa más, y vaya que esa sí me preocupa, es la forma en la que afrontaremos eminentemente el abuso sobre el consumo de antibióticos en el mundo. Hemos generado una resistencia a ellos que no va a dejar sino cosas malas, y se sugiere, mucho dolor a su paso, literalmente. Ojalá haya algo de humano en las farmacéuticas en este sigiloso paso que sigue.

Después del coronavirus hay pocas cosas peores que eso, cosas letales y que se escapen de las manos. La única que se me ocurre mencionar es la situación actual del país. Hace tres años, ebrio de sueño y sin poder abrir los ojos en el colchón para ver el televisor, estuve ausente en esa algarabía de un país que le rezaba ciegamente a un nuevo dios en el zócalo, una ceremonia que, precisamente, por fastuosa y facinerosa, daba mucho de qué pensar. Como aquella escena de los Simpson en que Homero, con melancolía ante un mundo salvaje, ve cómo asaltan a sus compañeros de facultad y piensa: no, ese no es el inspector de billeteras.

Como dijo aquel sabio hombre, hay que dudar de todo para tener un ápice de sentido común y algo de guía en este camino. Algo me decía que todo lo que suene demasiado bueno para serlo, debe no serlo del todo. Todo un trabalenguas. Pero, amén de eso, la información contrastada es otra buena brújula. No obstante, aprendí a escuchar y respetar las voces en contra corriente de la mía, pensando, bueno, seguramente habrá algo que yo ignoro y espero estar equivocado en ese sentido para que a todos nos vaya bien.

Pero no. Estamos peor. Estamos de la chingada, y acá, acá, fuera de las grandes urbes, las elites y los sitios de privilegio (con lo mucho que me choca la frasecita), acá ya no se puede más que soportar el lastre del populismo que no ha provocado más que violencia. Soportarlo en silencio porque acá no existe aparato social que te defienda por alzar la voz, la violencia no es tan glamurosa como se piensa. Llegará el tiempo de contar esas muchas anécdotas que dan cuenta de ello, por ahora solo resta y retumban las mentadas de madre en mi cabeza para quienes se funden en una ideología que los enamora y les coarta la razón y el juicio.

El trabajo sigue siendo de unos pocos, la ciencia, a pocos les importa; no les importa ni a los que debería importarles, y el arte resiste los embates de la corrección política una vez más. Sólo tengo fe en el arte, pero de todo eso se puede hallar una buena tajada en algunas de las otras columnas que hice en el año.

¿Qué nos queda entonces? Las pequeñas victorias personales. Hoy más que nunca el deporte resultó en un poderoso sublimador de esta presión existencial en que resultó este año, por ejemplo, el campeonato de mi Cruz Azul. No serán muchas las buenas noticias que tuve en el año, si acaso dos, y sé que son únicamente resonantes para mí, pues allá afuera no son sino un pretexto para abonar esa falsa cordialidad que es bastante cuestionable. Habré conocido dos o tres personas que valgan la pena, habré tenido algunos amoríos y sólo de un par me sentiré satisfecho, sobre todo de la cordialidad de haber renunciado, pero seguramente de entre todo resalta la tranquilidad, los buenos libros leídos, las buenas rolas, las buenas películas, las charlas, las cervezas, los tragos y el sexo.

11:36, cerca del canto de mi propia recta final, del cierre de la edición, y me abrazo a aquella imagen que me encanta en Forrest Gump, cuando Forrest está en un bar con el ‘Teniente Dan’ y llegan unas prostitutas a la barra. Una de ella grita al ver Times Square en las pantallas y dice: acabamos de estar ahí en Times Square, no te encanta el año nuevo?,¿no le pregunta a Forrest, y sin darle tiempo de responder, dice: empiezas de nuevo, es como una segunda oportunidad.

La escena que sigue es Jenny en un cuarto de hotel, robando cosas y drogada, con una rola de The Doors de fondo, y aunque es seductora, justo pienso en el contraste de esto último. Pienso en todo lo anterior, en los negacionistas del coronavirus y los neuróticos del mismo; en el infantilismo de quienes se abrazaron a un político como si fuera Barney y la oposición radical, en lo que de todos modos se burlaron del Cruz Azul, lo que hacen suyas las buenas y malas noticias, en las personas que les da igual conocer personas a granel, quienes hicieron un berrinche por una pregunta retórica, quienes se escudan en el dolor para ser auténticos idiotas, etc. Este fue el año más rápido en mucho tiempo por gracia de la astronomía, pero ya han sido rápidos desde antes por la vertiginosidad con que se vive, la prisa de decir las cosas, de sentir con ciertos estándares, las modas, y la pereza de decir ciertas cosas, de pensar otras más importantes, de madurar como manada, de pensar en manada, de pensar.

Ahí me detuve ayer y no supe como aterrizarlo, y algo bueno habrá en este ejercicio de velocidad inventiva, pues llegué a lo que quería decir, deseo para quien me lea, un poco de calma, de cautela, de duda: dudar es magnífico, es edificante, es lo que le hace falta a una sociedad con caos, dudar de su pie derecho, de su mano izquierda, del pensamiento anterior, de la voz enfrente, de la voz interna. Nos hace falta, creo, un tanto más de conciencia. No de pensar en los perritos, no de esa no, conciencia propia, que las ideas pasen aquellos filtros cerebrales y nos preguntemos, comprobemos si es que es acertada aquella idea que ha ido más allá de eso y se ha materializado en un acto, en un sentimiento, en una certeza.

Acercarnos todo lo que se pueda a esa escena de Forrest con la prostituta en el bar y acercarnos al romance de la reflexión de ella, y escapar a la cursilería del brindis para que en algo valga la pena ir en ese sentido, el del año que entra. Cuando a la cuenta se termina. Feliz 2022, y todas las dudas del mundo.