Las letras: el símbolo del corazón

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Entre las muchas cosas que mantienen relaciones armoniosas, y de una estética tan trascendental como deseable cuando se manifiestan, encontramos como un claro ejemplo a la relación que mantienen las letras con el corazón. Por letras, se han entendido siempre la rama de las ciencias o saberes no exactos que se desvinculan de lo estrictamente social, y se tornan profundas y siempre interesantes de sobremanera. En ellas están los saberes literarios, los filológicos, los humanísticos o hasta los espirituales. Por corazón, de otro lado, puede decirse que se entiende el conglomerado de convicciones fundadas en sentimientos bellos que cada uno tiene dentro de sí. Así, que, no deja de deslizarse la pregunta ¿Cómo no iban a ser como la copa y el licor?

Sin embargo, no toda relación con las letras tiene escrito el destino de purgar de vulgaridad y de abrazar con belleza el alma de quien las contacta. Tristemente no. Las relaciones que se pueden llegar a formar con un libro o con otro, son tan infinitas como lo son los libros, las personas y los momentos de la vida de cada quien. Es, pues, un asunto borgeano que nos zambulle en problemas recubiertos de la belleza del infinito, y que nos invade de preguntas como ¿Qué pasaba por la cabeza de San Agustín al leer a Platón?, ¿qué ocurría en las turbulentas entrañas de Henry Miller al conectarse con el budismo?, ¿quién no ha sentido que el sillón sobre el que estaba sentado, comenzaba a volar cuando se fundía en una página de García Márquez? o, ¿qué tanto se le desgarró el alma a quienes militaron por un mundo rojo cuando se cerró el siglo XX?

Pero bajo esas cuestiones, están otras ciertamente más complicadas de digerir a la hora de pensar qué hace escasear en el mundo a sociedades cultas. Y es que, como el corazón y las letras se unen, las ideas y los prejuicios se lo impiden no pocas veces. Son, la mayoría de las veces, una valla que la persona que tuvo la fortuna de extraer la miel o la hiel de las letras desea ansiosamente que deje de existir, y que se le hace tan indeseable como las artes regidas por el criterio de la utilidad o de la hiper producción. Un asunto que, sin tornar tampoco insufrible su existencia, le hunde dagas roídas y oxidadas de ignorancia y de vulgaridad, que balancean con demoledora justicia sus ideas sobre lo próspero que es el tiempo y el lugar en el que vive, y sobre cómo habrá de pasar el espíritu de su generación a los anales de la historia.

Y son también, estos marcos de balance, los que terminan por darnos cuenta los distintos caminos que pueden llegar a tener las letras, cuando vemos y percibimos que el ateo recalcitrante siempre tendrá vedada de leer un edificante testimonio espiritual (como podría ser las Confesiones de San Agustín, o el Dhammapada del Buda). Que el individuo que nunca quiera renunciar a lo extremadamente exacto y científico jamás podrá sentir que su espíritu y su pensamiento se trasladan de lugar a través de la magia y la fantasía literaria (como le pasa a quien tiene la fortuna de gozar de Cien años de soledad). Que el individuo de ideas cerradamente utilitarias o materialistas, nunca podrá comprender la historia a través de una fusión con el pasado que le permita conocer qué fue, qué es y de qué puede libertarse de ser. Y que el asunto puede comenzar incluso en los niños, cuando vemos al pequeño que nunca vio leer a sus padres, tomar tiras de Mafalda o cuentos clásicos adaptados entre sus manos, y condenarlas al olvido, en cosa de diez minutos.