MESONES TOLUQUEÑOS

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Visitando la taquería de Don Pepe, dedicada desde hace varios lustros a vender carnitas de cerdo, una delicia. Ha sobrevivido y mantiene buena calidad en los productos que vende en la generación que precede al dueño: un hombre al que se le recuerda con mucho afecto, pues siempre supo tratar a sus clientes con gran meticulosidad para salir de su taquería con la sonrisa en el rostro. Tradición en la cultura toluqueña son estos establecimientos, pienso en las que por la década de los sesenta se plantaban en las calles de Lerdo o Juárez vendiendo barbacoa, propia de la gastronomía del Valle de Toluca. Restaurantes y hoteles fueron creciendo en esta ciudad, que poco a poco, logró forjarse un presente admirable en este siglo XXI, donde bienes y servicios mantienen la economía de la ciudad con relativa animosidad.

Al leer el artículo de Margarita García Luna: Mesones toluqueños, me vino la imagen de la taquería de Don Pepe, atendida por sus hijos, con el mismo esmero que les enseñó su señor padre. También de manera particular el recuerdo del hotel más famoso en la década de los sesenta —en mero Portal—, por el lado de la avenida Miguel Hidalgo, el San Carlos, propiedad del respetado hotelero Jaime Pons Hernández. La lectura del artículo de Margarita es otra suerte de aprendizaje y de comparación afectuosa, con hoteles que están en el centro: San Francisco, Plaza Morelos, Rex, Don Simón, Fiesta Americana, y algunos más, que permiten visitar caminando lugares significativos: los Portales, Teatro Morelos, la Catedral, el Cosmovitral y Plaza de los Mártires entre otros. Hoteles, restaurantes, fondas y taquerías, son tradición que viene de lejos. Escribe Margarita: En aquellos primeros años en que la ciudad renacía, en que los conquistadores, sacudiéndose el polvo del combate, envainaban la espada del guerrero para empuñar los instrumentos de labranza, y abandonando su carácter aventurero, se tornaban en fundadores de la Colonia, México tenía reducido número de habitantes; las casas eran amplias, cómodas y estaban provistas de grandes piezas y anchos patios. Una imagen ideal que seguramente chocaba con la realidad más allá de donde los españoles venidos de la península daban a su comportamiento una actitud de soberbia y mando contra aquellos que seguían siendo un presente que les hablaba que el nuevo mundo, seguía teniendo a sus originarios en carne y hueso.

Cita al cronista Luis González Obregón en su libro México viejo: …en el Acta de Cabildo del 1º. De diciembre de 1525 Pedro Hernández Paniagua solicitó al Ayuntamiento autorización para establecer un mesón en Nueva España para acoger a los que vinieran a “vender pan e vino e carne e todas las cosas necesarias”. El establecimiento de este mesón puso de manifiesto el aumento de los viajeros que llegaban a la capital y aunque González Obregón desconoce el lugar en donde se encontró ese establecimiento, considera que debió haber sido en la calle de Balvanera o en la de Mesones, donde subsistieron por mucho tiempo algunos antiguos. Entre finales del siglo XX e inicios de este que vivimos, muchos recuerdos vienen a nuestra mente, mientras leo con afecto las palabras que escribe la Cronista de Toluca, quien va al siglo XVI para hacernos comprender que lo que hoy tenemos en la industria restaurantera y hotelera es una larga cultura que viene de ese siglo XVI que tantas lecciones nos da del cómo se conformó la cultura propia de la Toluca contemporánea.

Los mesones son una tradición española y europea. Cuenta Margarita: Entre los mesones que fueron establecidos en el siglo XVI en distintos puntos del territorio novohispanos, Luis González, menciona el de Juan de la Torre en el camino a Michoacán, entre Tajimaroa e Ixtlahuaca (fundada en 1525); el de Francisco Aguilar ubicado en el camino de la Villa Rica a Medellín. A Francisco Aguilar se le concedió autorización para establecer esa “casa para los caminantes” siempre y cuando se arreglara “el camino a pasos malos, e puentes que ay desde dicho sitio hasta Xalapa”. Todo un mundo de por sí, el leer de territorios que se extendían por el centro de la Nueva España, pero que en su inmenso territorio la creación de lugares de hospedaje y de alimentación para viajeros y vecinos no fue tarea fácil.

Es interesante recordar para el siglo XIX la novela de Manuel Payno Los bandidos de Río Frío cuya belleza narrativa nos hace comprender lo que significaba andar por los senderos del nuevo país que nacía apenas, y los lugares donde se podía llegar a reposar y a comer con la serenidad de haber salvado la vida al no ser asaltado por aquellos que del robo hacían el territorio del centro de México un lugar del ¡Sálvese quien pueda!.

Mesones y fondas son nuevas propuestas del descanso y del buen comer con el aire de pueblo, de la casa que se traslada a la mesa del que come con fruición tal y como si estuviera en su casa atendido por sus mujeres: abuela, madre e hijas si era necesario. Cuenta Margarita: Los forasteros encontraban en el mesón comida, vino, una cama donde dormir y un lugar para guardar los animales que trasladaban los productos que vendían. Los arrieros con sus recuas hacían posta en los mesones en que recorrían los caminos conduciendo semillas, aves, miel, objetos traídos de Manila y que se vendían en Nueva España o la plata extraída de las minas que se enviaban a su majestad el Rey. Dormir y comer, esa fórmula para el que viaja son sus ilusiones más preciadas y, en aquellos tiempos de trajinar como nadie, con sólo ir del centro de la Nueva España a las costas de lo que hoy conocemos como Golfo de México, o hacia el Océano Pacífico por donde llegaba la ruta de Catay con la seda.

Margarita refiere: John Phillips escribía en el siglo XIX que uno de los más viejos mesones en México era el de Río Frío, que atendía a los viajeros desde los primeros años que siguieron a la Conquista; “su nombre se deriva de un pequeño arroyuelo que corre por medio de un hermoso valle que ofrece pasto a numerosos ganados y se halla rodeado de montes cubiertos de pinos. Río Frío está situado en el camino real de Puebla a México”. Tiempos, esos siglos, en que el tren y los automotores no existían. El caballo, la mula y el burro eran el apoyo de los hombres y mujeres para poder llevar cargas pesadas de un lado a otro en el truque del comercio. Toluca en esos tiempos no se queda atrás. Margarita precisa: Toluca era una población de paso; los arrieros que venían de “tierra adentro” se dirigían a la ciudad de México Para vender su mercancía y se hospedaban en los mesones de esta ciudad. Hacia el año de 1868 existían en la ciudad de Toluca el Mesón de la Plaza Principal, el Mesón Cruz Blanca, La Providencia, La Merced, San José, San Diego, La Pelota, Santa Bárbara, el Mesón de Zimbrón y el Mesón de Ronda. Eso nos lleva a meditar que el paso de extranjeros o lugareños era cosa regular; es decir, la villa y con el tiempo ciudad ha sido un lugar del cual los que le visitan por negocios, comercio o industria tienen en Toluca un lugar obligado. La industria hotelera por tanto y la de restaurantes nos lleva a meditar que esta ciudad es un territorio aún por descubrir para hacerle punto de referencia obligado en el terreno del turismo cultural y no sólo del mundo de los negocios que van de paso y acelerados porque tienen otras cosas que hacer en lujares lejanos o en la capital del país.

Concluye Margarita: El cronista González Obregón escribía en 1895 que los viejos mesones fueron el lugar de descanso de nuestros antecesores en sus penosos viajes, ahí encontraron techo protector, aunque muchas veces dura cama y mala cena. En ellos descansaron los arrieros, los pasajeros de bombés, de guayines y de diligencia o los viajeros extranjeros. Comida y cama, mundos culturales que son para el hombre y la mujer los espacios de la delicia o del reposo que muchas veces bien ganado no encuentra acomodo fuera del hogar.