Ni más, ni menos: simplemente tú
Compararte con los demás es abrir la puerta a una vulnerabilidad silenciosa. No importa desde dónde lo hagas: terminarás sintiéndote inferior, superior o impresionado. Y aunque esos tres estados parezcan distintos, todos llevan al mismo destino: alejarte de ti y de la conexión más pura que podrías tener con los demás, esa que nace del amor y la consideración mutuos, sostenidos por una autoestima que se construye desde adentro, no desde afuera.
La comparación nunca ha sido un juego justo. No busca comprender, busca ubicarnos en una escala imaginaria donde siempre hay alguien por encima y alguien por debajo. Y mientras midas tu valor con la vara ajena, vivirás atrapado en la observación de lo que otros hacen, logran o muestran, olvidando vivir lo que tú viniste a hacer.
Sentirse inferior es tal vez el veneno más evidente. Ocurre cuando miras a alguien y piensas que tiene algo que tú no: una pareja que lo acompaña, un cuerpo que admiras, una estabilidad que envidias, un talento que te deslumbra, una calma que anhelas, dinero, viajes, un despertar espiritual. En ese instante, pareciera que todo lo que has hecho pierde brillo. Recuerdo a una mujer que me contó cómo había decidido dejar las redes sociales porque cada vez que veía las fotos de una conocida viajando por el mundo, sentía que su vida se volvía gris. Lo curioso es que esa misma mujer había criado sola a tres hijos, terminado una carrera universitaria y cultivado amistades leales. Pero en la comparación, nada de eso parecía suficiente. Así actúa el veneno: te roba el contexto, te hace olvidar tu propia historia.
Sentirse superior es igual de peligroso, aunque se presenta con un disfraz más sutil. Es creer que estás más despierto, que tienes más autocontrol, que tu camino espiritual es más profundo, que sabes más que otros. Parece elevarte, pero en realidad te encierra. Te coloca en una posición desde la cual ya no ves al otro como un igual, sino como un personaje secundario en tu historia. El ego se infla y se disfraza de luz, pero en el fondo sigue siendo juicio. Y el juicio siempre separa.
Luego está la impresión, que parece inocente y hasta positiva. Te maravillas con lo que otro hace y dices: ¡Qué increíble, yo nunca podría!. Admirar es hermoso, pero si esa admiración se convierte en distancia, deja de inspirar para convertirse en resignación. Es como si ese brillo fuera exclusivo del otro y no un reflejo de tu propio potencial. La admiración sana debería ser combustible, nunca una excusa para quedarse quieto.
Lo que todas estas formas de comparación olvidan es que somos uno. Lo que ves en el otro, sea luz o sombra, también vive en ti. El otro no aparece para mostrarte lo que te falta, sino para recordarte lo que es posible. Si algo te inspira, es porque resuena con algo que ya existe en tu interior. Si algo te incomoda, es porque un aspecto tuyo está pidiendo atención y sanación. No existe un afuera que no sea, en algún nivel, un espejo de tu adentro.
El verdadero antídoto no es dejar de mirar al otro, sino aprender a mirarte con ojos nuevos. Cultivar lo que llamo orgullo espiritual: no arrogancia, sino un estado silencioso en el que sabes lo que vales sin tener que demostrarlo, defenderlo o compararlo. Es habitar un respeto por ti mismo que arde como una llama suave, que no necesita aprobación ni refuerzo externo. Es ese espacio en el que tu valor no se negocia ni se mide. Cuando estás centrado ahí, no te inflas con un elogio ni te derrumbas con una crítica. Simplemente eres.
Cada vez que te descubras comparándote, regresa a tu historia. Recuerda tres momentos en los que superaste desafíos que parecían imposibles. Vuelve a conectar con tu propio valor. Y cuando alguien te impresione, en lugar de decir yo no puedo, pregúntate: ¿Qué parte de mí se está despertando con esto?. Entrena tu mente para elogiar lo bueno en los demás sin usarlo como vara para medirte. Y sobre todo, practica el regreso: no se trata de erradicar la comparación —la mente humana lo hará por inercia—, sino de reconocerla rápido y volver a ti. Ese regreso es un músculo, y cuanto más lo ejercites, menos tiempo pasarás atrapado en los estados de inferioridad, superioridad o resignación.
Compararte con otro es como intentar medir la belleza del sol con la forma de la luna. Son expresiones distintas de algo infinito, y ambas tienen su lugar en el cielo. Así que, la próxima vez que caigas en esa trampa invisible, respira, cierra los ojos y vuelve a tu centro. Ahí, donde no hay ni arriba ni abajo. Ahí, donde todo lo que eres, está bien. Ahí, donde tu alma no tiene que probar nada, porque tú eres, tu propia medida.