Noche de lluvia y danzón
¡Que facha! chamarra de sarga mugrienta y raída, barba crecida irregularmente, rostro hinchado y los cachetes como dos jitomates a punto de reventar, dos rendijas en donde nadaban dos bolitas rojas de ojos, una descalabrada reciente y muchas descalabradas en el corazón.
– Manito… da unos baros, ¿si? A tu campión de antaño… la feriecita que sea tu voluntá… ¿si?. Y otros dos teporochos untados en la pared, temblorosos en pleno sol, pedían a Dios que socorrieran al ex boxeador, al estilista, al ex finísimo artífice del gancho izquierdo, al del elegante bailoteo en el centro del ring.
Riacata-cata, catan. Ria-ca-tan. Nereidas en su jugo, en su mole, en su apogeo. No cabía la gente. Las parejas arrumacadas, cachete con cachete, resbalando en un pedacito los pies o raspando las baldosas al compás del danzón. Olor a Glostora y Pachuli, copetes kilométricos, pantalones a lo Tin Tan, faldas de amplio vuelo.
– ¡Ya nadie más!, gritó el panzón del brazalete de orden al guardián de la puertas de entrada. Presumiblemente alguien quería juntar todavía más los cuerpos en esa apretura.
– ¡Nadie!, ¡así sea el Presidente! gritó otra vez el, panzón. En eso el de la puerta se acercó corriendo y algo dijo al oído del adiposo que hizo el milagro de endulzarle el rostro y asentir.
Y corriendo, el guardián de la puerta fue a abrir.
La envidia del montón masculino era para el recién llegado. Y más cuando éste, a pasitos, sintiéndose visto, se acercaba al centro de la pista. Las parejas le abrían paso. Y para que no hubiera duda que era el gladiador triunfador, hasta una tirita de tela adhesiva en el parpado superior izquierdo —donde dijo el de la tele— de cerca se le notaba. Con pasos felinos y copete campaneando llegó hasta el otro extremo. Hasta la orquesta demoró el siguiente danzón.
– ¡Orate! pa’tu campeón, unos baros, ¿Órale, si?
– ¡Que facha! Denle la vuelta. Mira nomás, ¿abrase visto? como permiten que estos viciosos estén en la vía pública… vénganse niñas.
– ¡Métale!» mi cam… el Pifas ya hasta está temblando.
– Oooo… pérate, si no es tan fa-cil. Pérate. Güero… ¡Unos baros pa’tu campión, si?
Este vio, llegó y pidió la pieza. ¡Sii! La sonrisa nerviosa y el atolondramiento del pequeño manguito casi todos lo notaron. Y que cromo: güerita, piernudita, llenita, ojiazul. Codiciada –seguro– por todos los chavos del barrio, ¡que muchacha, señor!
Las manos golpeadoras de prójimos, costales y peras, tomaron la manita blanca con delicadeza y a pasitos cortos, como haciendo sombra, la guiaron al centro de la pista.
– ¡Ya vi que le dieron! ¿Cuánto mi camp?
– Cincuenta baros, Pifas. Ese ruquito si me conoció. Ton’s que… que ¿alcolor de la farmacia, o vamos aquí nomás encase el negro?
– Aquí nomás con el negroide, ya me estoy quebrando.
Y el trío de teporochos, caminando media cuadra tocó en la vieja puerta de madera, umbral del báquico templo del jodido.
Ya era la tercera pieza que bailaban juntos y los dos seguían sin moverse de ahí. Tres veces se habían visto a los ojos y era todo. Dos de los cinturitas como cuidándolo, como guardándole la espalda, siempre estaban cerca del campeón. No le veía la cara a ella.
– ¿Sabes quién soy? Ella asintió como con pena.
En la pocilga donde se vendía el alcohol, solamente se sabía que era de noche por el mortecino foco que el negro encendía. El camastro sostenido por cajas de jabón, rechine y rechine a cada acomodada de glúteos. Botellas de alcohol y tequila, y ya hirviendo, las escandalosas burbujas decían que el té de canela ya estaba a punto.
Servidos, perdidos, ahogados en alcohol, y con los cinco monedas de a diez gastadas, ahí estaban el campeón y sus seconds. Y viéndolos a punto del nocaut el negro los corrió.
– Oooo… ya. Y tambaleando, cayendo casi, ahí va pegando en la pared el boxeador con el único acompañante que se le unió. Un paso largo, dos cortos, uno se afianza al otro… y al suelo los dos.
Fue sólo un ligero roce de labios en la punta de la nariz, pero supo a beso completo. Y luego el cuerpo más caliente, más pegado, más fundido.
– Todos nos ven, ¿nos vamos?
– Pero… vine con mis primas.
El murmullo del baile a reventar no dejó oír toda la perorata del anunciador de la orquesta. Solo cuando al final alzó más la voz, todo el mundo escuchó: ¡Y dedicado a nuestro campeón, este danzón! Aplaudiera sin gritos, más seriecita que en el ring.
Empezaron a bailar Blanca Estela como autómatas. A media pieza los dos cantantes arrullaban: Tanto que no puedo volver a quereeer a ninguna mujeeer, pero dime si me quieres, no me dejes nunca, que yo sin tus besos moriría de aamoor… Y otra vez suplicó el esteta:
– ¿Nos vamos? Tengo mi carro aquí afuera y tengo piloto.
– Bue-no.
Salieron con todos los ojos clavados en ellos. El pachuco chofer dejó a su reciente pareja y jalado como con un imán, salió tras ellos.
Ya en la calle, el regaderazo de una recién principada lluvia les roció agradablemente el rostro.
¿Cómo se levantaron?, quien sabe, pero unos pasos más, ¡y al suelo otra vez! Empezaba a llover.
Del último golpe, el campeón, sintió tibiecito en la cabeza.
– Chale… chipote con sangre. Y sin querer la vio. Allí estaba y era ella. Era la puerta. La misma puerta de aquella noche. La puerta de la valla y del danzón. De la manita blanca.
– ¿Que… que crés Pi-fas?, s-es-ta puer-ta un día me a-brie-ron. ¿Crés?… oye… oye… ¿no oyes? Pare-ce que tocan un danzón, oye: no pue-do… vol-ver… querer… pero dime… si me quieres…
– Oye mi champ, no desvaríes. A ver si orita te-abren… si no, con esta agüita y aquí afuera… nos carga… y a lo mejor no –ama-ne-ce-mos.
La lluvia empezaba, pero bien que calaba.
– ¡Toca, campión… quien quite!
– Shhh. ¡Hay baile!
– Cu-al… tocaya… ¿tocaya?, je,je, toca-ya, buey.
– Voy… a ver.
– Chale… no hay na-die… s’ta puerta, quie sabe desde cuando no l’abren, Adelante el chofer, y atrás la pareja más que binomio, inseparable unidad. Portazo final al Buick convertible. Toquidos una puerta que ya nunca abrió.
Y todo ello en noches gemelas. En esas noches d’ parecido color. En esas noches aparentemente iguales. En esas noches tan llenas de cosas, que logran reunir en el alma a dos nostálgicos y sugerentes sonidos: el caer de la lluvia y arrullar del danzón.