Novoselic: la magia no existe
La casualidad tiene la crueldad de cachetear a cinco dedos. Hacía uno, dos, tres meses que no la miraba y fue justo en ese momento, cuando el cielo, extraño de los rayos del sol vespertino, en que tuvo que aparecer. Ese instante en que las nubes, a través de la ventana de un autobús pueden arrancarle a cualquiera la vida de un garrazo. Buscaba su pasaje, hurgando entre su mochila que graciosamente colgaba como siempre de sus delicados hombros. Mientras la miró ocupar su lugar con prisa, recordó:
Se conocieron por la acera de una ciudad cualquiera. Intercambiaron miradas, luego los nombres. Novoselic, dijo ella. Dicen que lo extraño evoca las risas. En realidad se llamaba Aileen, pero usaba el otro por Nirvana. Luego de apaciguar lo que él supuso era una broma, ese detalle le dijo bastante: no era Kurt y su melancólica historia ni Grohl y su doble valía sino el bajista cuyo apellido ignoraba. De ese modo, con ese juego de historias de camino al taxi de ella, fue que sus camisetas pudieron hacer el amor. Él llevaba la de Noel Gallagher.
Así de impredecible fue la segunda vez en que se encontraron; la misma calle y sólo unos metros de diferencia. Ambos se dijeron contentos de verse. Para entonces habían cambiado ya algunos mensajes de texto, preocupados, como todo aquel que busca acomodarse en las consideraciones sentimentales del otro, por su día a día y trivialidades útiles al aroma de la seducción. Ambos se declararon cansados y de la nada él sacó de la bolsa un libro que puso entre su manos: Bola de Sebo de Maupassant. En algún momento, como la chispa de dos cables pelados, sus dedos, los más cobardes y diminutos de la mano se encontraron en un roce casual. Fue obstinado, la tomó por la cintura breve y le arrebató un beso. Beso accidentado y tierno que al principio fue correspondencia y luego culpa.
Ella tenía los sueños colgados en el armario, justo por encima de la maleta del biberón y los pañales. Las pasarelas le hacían brillar los ojos como velas en la espesa niebla. No eran sueños arrebatados, le tanteaba 1.83, cuando, al mirarse frente a frente en la acera, la frontera de sus ojos esperanzados, sólo estaban un poco por debajo de los de él. Entonces se conformaba con estudiar, a distancia, diseño de modas. Lo dijo así mientras frotaba en su dedo anular un anillo de plata. Él trato de darle ánimos, de volverla a la realidad, poniendo a su alcances las realidades pragmáticas, pero ella se resolvía cada vez a llevarlo todo hasta las fronteras del fatalismo obstinado y fantástico. Cuando alzó la mirada y lo vio ahí cortejando su mano buscando calidez, ella puso el anillo en el meñique de él.
Ese tercer asalto fue el definitivo. De pronto, ya sea por la magia u otra casualidad, el transporte la había dejado. Cuando se dieron cuenta se había marchado. Entonces entró en pánico, episodios sencillísimos que de todos modos, no pudo más que acompañarlos precisamente porque a él le resultaban tan familiares. Esa noche se abrazaron y sería la última vez que la vería. Unos días después perdería el empleo que los hacía encontrarse por las calles y con eso la distancia se apoltronó entre ambos.
No verla resultaría catastrófico, los episodios como el de esa noche harían su antagónica parte. Buscó a toda costa encontrarla, pero no hubo forma alguna de arrancarla de su encierro fatal. Sólo necesitaba cruzar con ella algunas palabras y supiera con la cabeza fría cuando la noche está más oscura, es señal de que el amanecer está cerca. Eso lo saben todos. Pero, para entonces había vuelto a cerrar el armario con todos los sueños dentro. Desapareció.
Aunque pudo haber luchado para encontrarla de nuevo, en el último de los mensajes le acuchilló el alma con un frío: de todos modos todos buscan lo mismo.
Esa noche, cuando hubo leído aquello, una madeja de ideas se agolparon en su cabeza. Conocía la naturaleza del sufrimiento humano. Pensó en ella y en la historia de la cultura negra norteamericana. Los hay quienes triunfan en Hollywood y otros que permanecen en lo profundo de los barrios bajos, pero definitivamente le parecía absurdo el resentimiento heredado.
Cuando la miró bajar del autobús, sólo pudo pensar en eso último: todos buscan lo mismo. Se dijo, entonces la magia no existe. Si la magia es una absurda escena del cine donde el romance propiamente dicho cuesta lágrimas y desconcierto. Todos buscan lo mismo, y él pensó que por supuesto todos buscan lo mismo y ser honestos acabaría con las guerras declaradas entre ambos géneros y los sueños no estarían colgados en el armario.
Mientras el camión avanzaba la vio alejarse por la pendiente de la calle, con la mochila a cuestas, con sus muslos firmes y el trasero trepado sobre las botas, con la cortina de cabello meciéndose como el velo de una virgen, con la cintura perforando el viento, custodiada por la prisa de siempre. Le tiró una foto y la dejó que se fuera, con el pecho ahuecado y el sabor amargo de la retirada. Ahí, precisamente donde los sueños mueren.