Para la tarde que suele venir

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En ocasiones, cuando la nostalgia me invade la memoria, suelo contemplar la tarde desde la azotea de mi casa con la misma melancolía con que observaba la tarde en otras tierras.

En ese tiempo, joven aún, curioseaba entre las nubes con la intención de descubrir figuras y formas, ese juego infantil que solemos hacer acostados en el césped, o junto a un árbol viejo en la montaña.

Tengo que confesar que a veces lo hago, más cuando me siento un tanto agotado por este tiempo moderno y prefiero escapar a las viejas costumbres con el asombro casi intacto de aquellos años.

No siempre logro capturar el asombro. Me gana esta estulticia de adulto, las interminables lecturas de todos los días, el pensar de manera constante en aquello que me genera pasión hacer.

Ahora casi nunca escribo un poema para las nubes descubiertas. Sólo me dejo llevar por el viento en mi cara, el sol que me lastima los ojos y el duro piso de cemento en donde me recuesto para contemplar el cielo.

En estos tiempos de pandemia, por más extraño que parezca, he salido poco a la azotea del edificio en donde vivo. Prefiero estar entre las cuatro paredes que componen mi departamento, con la música a medio volumen, el libro abierto en la cama y el cigarrillo que se consume lentamente en el cenicero mientras o juego en la computadora, o arreglo el siguiente trabajo de la editorial.

Sin embargo, ciertos días en especial, me escapo como un niño a punto de hacer una travesura, con una taza de café en la mano, antes de que anochezca, para contemplar de nuevo la tarde, el cielo y las nubes.

Suelo llevarme desilusiones, sobre todo cuando las nubes cubren completamente el atardecer y la amenaza de lluvia trae el viento frío desde la montaña de enfrente (el volcán), impidiendo de esa manera el sentarme junto al tanque de agua y sentir el sol, más viejo que todos, en mi rostro.

Entonces, como niño regañado y a regañadientes, regreso al escritorio donde escribo casi todos los días, reviso la pantalla y el mundo detrás de la pantalla y aguardo el momento en que mi cuerpo, cansado, me pide la cama para no dormir más que un rato. Así son los días de pandemia, qué le vamos a hacer.