Recapitulaciones humanas 3: escollos.

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El recorrido por los escollos de lo humano no es una caminata lineal, ni mucho menos un inventario cerrado de obstáculos que se superan para nunca volver. Más bien se parece a una forma de observar cómo se repiten, se camuflan y se transforman las mismas preguntas cada vez que la especie humana cree haber encontrado una respuesta definitiva. A lo largo de este itinerario, he sostenido la idea de que los valores humanos no se entienden como categorías morales rígidas, sino como umbrales que se reabren cuando la técnica, la mente y la consciencia se empujan unas a otras hacia nuevos límites. Hoy, en este punto de recapitulación, vuelvo a esa idea, pero desde la mirada que cruza filosofía, neurociencia y tecnología. Quiero observar cómo se sostienen, se tensan o se erosionan esos umbrales cuando la modernidad tecnológica parece prometerlo todo, incluso la superación de la vulnerabilidad que nos hace humanos.

Cada vez que se menciona la palabra tecnología, es fácil pensar en dispositivos, redes, algoritmos, circuitos. Sin embargo, lo que está en juego no es solo la materia de los artefactos, sino su poder de modelar la mente. No hay máquina neutra. Ninguna tecnología existe aislada de la capacidad humana de proyectarse en ella. Desde los primeros utensilios de piedra hasta la inteligencia artificial que entrena modelos de lenguaje, cada avance técnico ha implicado una extensión de nuestra capacidad de resolver problemas, pero también un desplazamiento de la propia agencia. Hoy, la neurociencia muestra que el cerebro humano es un órgano plástico, siempre abierto a reconfiguraciones. La plasticidad cerebral es celebrada como motor de aprendizaje, adaptación y creatividad, pero encierra una paradoja: esa misma flexibilidad es el punto de entrada para toda forma de condicionamiento, manipulación o dependencia.

Durante años, se pensó que entender cómo funciona la mente era una cuestión casi esotérica, reservada a la filosofía o a la psicología introspectiva. Pero la neurociencia vino a recordarnos que el pensamiento, la emoción y la conciencia no flotan en un limbo espiritual, sino que se anclan en procesos eléctricos y químicos. Esta constatación, en apariencia fría, debería devolvernos un sentido de humildad: saber que todo lo que sentimos y creemos podría rastrearse en una sinapsis. Sin embargo, ocurre lo contrario: la cultura digital de la modernidad convierte esa plasticidad y esa fragilidad en un mercado. Nuestros hábitos, nuestras adicciones, nuestros deseos de pertenencia o validación se vuelven datos que alguien procesa, monetiza y devuelve transformados en estímulos diseñados para reforzar el ciclo.

Aquí aparece el primer escollo de la modernidad tecnológica: la ilusión de control. Creemos dominar la máquina, mientras ignoramos que la máquina, programada para maximizar permanencia, atención y consumo, nos devuelve programaciones invertidas. Los modelos de negocio que sostienen la conectividad, la inmediatez y la hiperpersonalización se alimentan de la estructura misma del cerebro que premia la recompensa inmediata. Lo paradójico es que una tecnología que promete ampliar la libertad individual, termina reforzando patrones mentales de automatismo. La neurociencia y la filosofía coinciden en que el libre albedrío no es una facultad total, sino una posibilidad frágil que requiere un sujeto consciente de sí mismo para ejercerse. Sin vigilancia crítica, esa posibilidad se diluye.

En este punto, la pregunta por los parámetros del bien y del mal deja de ser un debate moral abstracto y se vuelve una cuestión de supervivencia psíquica. La neurociencia muestra cómo la dopamina, la serotonina y la oxitocina pueden ser moduladas por circuitos externos. Las grandes plataformas tecnológicas saben, mejor que muchos individuos, cómo sostener el flujo mínimo de placer y ansiedad que mantiene a millones de personas desplazándose por pantallas sin pausa. Lo que antes era la pulsión natural de explorar el entorno para asegurar alimento o compañía, ahora se convierte en un desplazamiento incesante por entornos virtuales, alimentados por algoritmos de predicción que conocen nuestras reacciones mejor que nosotros mismos. En esta configuración, el bien ya no puede definirse como simple obediencia a normas. Debe entenderse como la construcción de espacios de protección de la autonomía mental. Lo malo, en cambio, se encarna en todo dispositivo o dinámica que erosiona la capacidad de detenerse a pensar.

Una persona que no se da cuenta de que está siendo moldeada es un sujeto parcialmente desactivado. Aquí es donde se ancla otro hallazgo de este recorrido: la conciencia de la conciencia no es un lujo filosófico, sino el núcleo de la libertad real. Darse cuenta de que nos damos cuenta es lo que distingue al acto humano de la pura reacción animal o del procesamiento ciego de una máquina. La conciencia reflexiva, como han explorado filósofos y neurocientíficos, implica una distancia interna: la capacidad de observarse en tercera persona, de narrarse a sí mismo, de imaginar alternativas. Sin este doblez interno, la mente queda atrapada en la secuencia estímulo-respuesta, igual que un algoritmo. La tecnología moderna, en su forma más invasiva, tiende a aplanar este pliegue. Todo estímulo apunta a cerrar la pausa que permite reflexionar.

Sin embargo, no se trata de demonizar la tecnología ni de idealizar un pasado sin máquinas. Lo humano se distingue justamente porque su historia es una historia de técnicas. Lo que está en juego es la calidad de la relación entre técnica y sujeto. La neurociencia contemporánea aporta datos poderosos para comprender cómo esa relación puede volverse asimétrica. Cuando los dispositivos se integran al cuerpo —como ocurre con la neurotecnología emergente, los implantes cerebrales, los asistentes cognitivos— la línea entre extensión y sustitución se vuelve borrosa. Ya no es solo la mano que empuña una herramienta, sino el cerebro que se reprograma a sí mismo a través de circuitos externos. En teoría, esto puede abrir posibilidades extraordinarias: revertir discapacidades, ampliar la memoria, acelerar aprendizajes. Pero en la práctica, sin un marco ético robusto, puede derivar en nuevas formas de control, desigualdad y alienación.

A lo largo de estos años, hemos visto la misma lógica repetirse en diferentes campos. El sueño transhumanista de mejorar la especie promete trascender límites biológicos, pero olvida que toda mejora implica una redefinición de lo normal y de lo deseable. Quién decide qué mejorar, quién tiene acceso a la mejora, quién queda relegado a su versión “imperfecta”. La filosofía advierte que toda tecnología que altera la mente altera también la estructura social. La neurociencia nos recuerda que esa alteración nunca es neutra: cada estimulación, cada suplemento, cada interfaz deja una huella plástica en circuitos neuronales que se reorganizan para adaptarse a lo nuevo. Nada se borra sin dejar rastro.

Frente a este panorama, la pregunta por el bien y el mal se reformula. No se trata de repetir códigos morales preestablecidos, sino de sostener principios que preserven la autonomía y la dignidad mental. El bien se define como la posibilidad de elegir sin coacción invisible, de soñar sin que el sueño esté prediseñado, de reconstruir la narrativa personal sin imposiciones. El mal se manifiesta en cualquier forma de estructura —tecnológica, económica, cultural— que capture esa posibilidad para convertirla en recurso. Cada clic, cada desplazamiento de dedo, cada fragmento de atención es una transacción de valor que suele beneficiar más al sistema que al individuo.

Este panorama puede parecer sombrío, pero no lo es necesariamente. La misma neurociencia que expone nuestra vulnerabilidad ofrece también claves para fortalecer la capacidad de resistir. Sabemos, por ejemplo, que la atención es entrenable. Que la mente puede aprender a reconocer sus propios sesgos. Que la consciencia reflexiva se expande cuando cultivamos hábitos de autoobservación y contemplación. La filosofía antigua intuía esto sin resonancias de escáner cerebral: la práctica de detenerse a examinar la propia mente era ya un acto ético. Hoy, con resonancias magnéticas funcionales, confirmamos que la meditación o la introspección modifican patrones de activación neuronal. La plasticidad se vuelve entonces un arma de doble filo: nos hace maleables para la manipulación, pero también nos hace capaces de reprogramar nuestras resistencias.

En este punto aparece una cuestión central: quién educa la mente para resistir la saturación de estímulos. La familia, la escuela, la comunidad, los espacios públicos de reflexión tienen un papel insustituible. Pero la modernidad ha erosionado muchos de esos espacios. La inmediatez digital comprime los tiempos de conversación profunda. La lógica del rendimiento reemplaza la pausa contemplativa. La presión por estar actualizado se convierte en la excusa perfecta para no detenerse a pensar. Cada minuto de silencio mental parece improductivo. Y sin embargo, es en esos minutos de silencio donde la mente se recompone.

Lo que intento mostrar en esta recapitulación es que los valores de lo humano no sobreviven como reliquias. Sobreviven si se integran a prácticas conscientes. No hay dignidad sin la decisión de ejercerla. No hay libertad sin la disposición a defender pausas, límites y espacios de desconexión. No hay responsabilidad sin la conciencia de que cada acto mental alimenta o debilita una estructura colectiva. Y no hay conciencia de la conciencia sin la voluntad de mantener abierto ese pliegue que la tecnología, si no se gobierna éticamente, tiende a cerrar.

En este marco, la neurociencia y la tecnología se vuelven aliadas si se colocan al servicio de la emancipación. Entender cómo funciona la mente no debe ser privilegio de unos pocos, sino conocimiento público, accesible, democratizado. Saber qué redes neuronales se activan ante la recompensa inmediata debería ser tan básico como saber leer y escribir. Entender que la dopamina es moldeable debería inspirar políticas de diseño tecnológico que limiten la explotación adictiva. La privacidad de los datos no es solo una cuestión jurídica, sino una barrera psíquica que protege la integridad mental. Un sujeto vigilado permanentemente no se comporta igual que un sujeto libre. Esto lo saben los sistemas autoritarios, lo saben las plataformas publicitarias y lo deberían saber mejor los ciudadanos.

Cada vez que una sociedad cede a la tentación de la comodidad absoluta —delegar decisiones, externalizar memoria, reducir la complejidad a fragmentos digeribles— renuncia a un fragmento de su consciencia. En ese vacío prosperan los mecanismos de control, visibles o invisibles. Pero la resistencia no es heroica ni dramática: es práctica, cotidiana, persistente. Significa decidir cuándo apagar la pantalla. Significa poner límites a la exposición de la mente a estímulos diseñados para hackear sus debilidades. Significa defender espacios de silencio y conversación sin algoritmos intermediando cada palabra.

A lo largo de los escollos he insistido en que la vulnerabilidad no es lo opuesto a la fuerza, sino su condición. Una mente que se sabe vulnerable es una mente alerta. Una comunidad que se sabe frágil es más propensa a cuidar. Lo que la modernidad tecnológica intenta vender como obsolescencia —la lentitud, la pausa, la duda— es precisamente lo que preserva la posibilidad de detener la máquina antes de que nos absorba del todo. No es nostalgia de un pasado pretecnológico, sino afirmación de un derecho presente: el derecho a habitar la mente sin tutelas invasivas.

Esta recapitulación no es un manifiesto final. Es, más bien, una invitación a sostener la pregunta abierta. Si algo define lo humano, es la capacidad de no cerrarse a una definición única. Mientras existan preguntas que incomoden, narrativas que propongan alternativas, prácticas que cuiden la plasticidad mental sin explotarla, la chispa de la conciencia seguirá encendida. La neurociencia y la tecnología, juntas, pueden iluminar mejor que nunca la complejidad de ese fuego. Pero la decisión de mantenerlo vivo no es técnica. Es, ante todo, ética. Y la ética, como la conciencia, no puede automatizarse. Se encarna, se entrena, se defiende.

Mientras sigamos dispuestos a reconocer que cada nuevo dispositivo, cada nuevo implante, cada nuevo algoritmo, es también un escollo que pone a prueba nuestra capacidad de decidir qué tipo de especie queremos ser, habrá esperanza de que la modernidad no nos devore. Porque el mayor riesgo no es que la máquina piense como nosotros, sino que nosotros dejemos de pensar como humanos.

Ahí, justo en ese filo, se juega todo lo que intentamos preservar cuando hablamos de valores: dignidad, libertad, responsabilidad, cuidado y conciencia. No como piezas de museo, sino como verbos vivos que se actualizan cada vez que elegimos detenernos a mirar el pulso eléctrico que atraviesa el cerebro y preguntarnos si somos aún nosotros los que elegimos pulsar, o si algo más lo hace por nosotros.

Tal vez, después de todo, ese sea el verdadero sentido de recapitular lo humano una y otra vez: no darlo por resuelto, sino sostener la posibilidad de interrumpir la inercia. Y en esa interrupción, volver a encender la chispa. Hasta la próxima.