Shock
Hace apenas unas horas, yacía en una cama blanca y pulcra, impregnada del olor clínico del hospital. Las cortinas que me rodeaban eran largas, de un verde acuoso, como algas que se deslizaban con elasticidad al roce de las manos de la Doctora Luz. Había retomado mis consultas de acupuntura. Ella, con movimientos parsimoniosos, fue introduciendo en mi cuerpo las agujas, una por una, como secuaces silenciosas que cumplían su cometido con salvajismo calculado.
En el vientre, en la frente, en las manos, los pies, el pecho. ¡Ay!, las del pecho dolieron más. La Dra. Luz hablaba de meridianos, de flujos energéticos que, según ella, conectaban cada parte de mi cuerpo con los pulsos profundos del universo. El corazón es el emperador, me dijo mientras colocaba las agujas con precisión milimétrica, y el chi que lo atraviesa debe fluir como un río limpio. Pero lo que yo sentía en ese momento no era limpieza, sino un caos eléctrico y ajeno.
La palabra río limpio me hizo pensar en Bach, en la suite No. 1.
Sentí cómo el miedo, prolífico y expansivo como un hongo, comenzaba a crecer en mí mientras la Dra. Luz conectaba cables a una máquina que vibraba con ritmos extraños: prrrrr, prrr, prr. Una voluntad externa latía dentro de mi cuerpo, más fuerte que mi propio corazón.
Me invadió el pánico. En especial, el dolor del lado izquierdo de mi pecho. Era como si algo extraño y enérgico quisiera reclamar ese espacio vital. Entonces, recordé. En aquel verano universitario, en el laboratorio de Sistemas Animales, replicamos el experimento de Luigi Galvani: ancas de rana que respondían a descargas eléctricas, demostrando que los nervios vivos reaccionan a la electricidad. Un escalofrío me recorrió; siempre he sentido una conexión inexplicable con las ranas. Qué cruel resultaba entonces manipular sus cuerpos sólo para abandonarlos después, inertes. ¿Qué tan ético es usar la vida como herramienta pasajera?
La Dra. Luz, sin notar mi inquietud, hablaba con serenidad: El dolor no es el enemigo, es el mensaje. A través del dolor, el cuerpo grita aquello que necesita sanar. Sus palabras resonaban mientras mi mente me llevaba a otros pensamientos, como si intentara evadir la sensación de mi cuerpo expuesto.
De pronto, otra idea me atravesó como un rayo: el origen de la vida mismo, vinculado a la electricidad. Mary Shelley lo intuía en Frankenstein, una obra influida por las charlas de Lord Byron y Percy Shelley. Aquella reflexión de Shelley resonaba en mi memoria: Tal vez un cadáver sería reanimado; el galvanismo había dado una muestra de tales cosas: tal vez las partes componentes de una criatura podrían fabricarse, reunirse y dotarse con calidez vital. ¿Podía mi cuerpo ser, en ese momento, un eco de ese pensamiento?
Aún más, el dolor físico, aquel latir ajeno que me sacudía, me recordó a las palabras de Emily Dickinson en su poema 479:
Ella manejaba sus bellas palabras como espadas—
Qué brillo desprendían—
Y cada una descubría un nervio
O hacía alardes con un hueso.
Así se siente la poesía, pensé: como espadas que cortan nervios y exponen huesos. Mi dolor físico y etéreo era como un poema que mordía con insistencia mis tejidos en espasmos convulsos. Las agujas que antes parecían secuaces, ahora se transformaban en caminos abiertos, puntos de acceso para que el chi reclamara su curso perdido.
La noche anterior, al leer sus palabras —esas que en una carta me dejó—sentí algo similar. Ella había escrito: Hubiera corrido como fiera al lecho en que nos conocimos, impúdica y sangrienta, divina y alada. Qué violentamente poética es, pensé. Y ahí estaba yo, ahora, sintiendo cómo la electricidad reclamaba mi cuerpo, mientras el eco de sus palabras me atravesaba. Sístole y diástole. Cortisol en la sangre. Sodio y potasio.
Entonces lo entendí: la acupuntura era más que un alivio físico. Era un encuentro con todo aquello que he intentado evitar: el dolor, la memoria, los pulsos eléctricos de un pasado que no desaparece. La energía, como el amor, debe fluir. Pero a veces, para liberarla, es necesario enfrentar la herida.
Y así, entre agujas, máquinas y recuerdos, comprendí que sólo existe una salida: habitar el dolor, danzar con él hasta que se consuma en su propia intensidad, como un fuego que se apaga cuando no encuentra más que quemar.
¿Algo más? Sí. Sí yo tuviera diez años diez años diez años menos y fueran otras circunstancias químicas, incluso planetarias,
y fuéramos sólo átomos,
partículas dispersas en la
nada
Entonces, sólo entonces:
Danzaría etéreamente contigo
como dos gotas de luz en la oscuridad.