Una película Muda

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La enorme pantalla de plasma con el control pasando de uno a otro canal, a la velocidad de la angustia existencial de 2022, casi yéndose la pandemia, deja ver acciones, escenarios, diálogos, pin, pus, pas. Casi en 3D, los paisajes, las escenas violentas, los colores bombardean a quien maneja el control de la TV: Jefrey Antúnez De la Luz, toluqueño estudiante de posgrado.

 

De pronto mira que en el canal 11 de IPN, aparecen en raro blanco y negro letras blanquísimas titilando sobre un fondo negro: se lee MELLIES, PARIS y después de los créditos, imágenes para Jefrey de rarísimo encanto: En chispazos que ora son más luminosos y luego como que se opacan, unos hombres tratan de poner a funcionar una especie de cohete ya cargado con unos pasajeros dispuestos a horadar el ignoto espacio.

–No mamen– Jefrey comenta para sí, pero ya interesado le deja a la película muda, más antigua que la chingada piensa el joven, sin imaginarse que lo que está viendo tiene que ver con él pues su bisabuelo, sí que vivió el principio del cine y más aún del inmenso sufrimiento que significaba para un empleadillo pobre vivir en la Toluca de 1920:

Por los portales, en las tiendas que vendían desde velas de cebo, longaniza y pan; por el trenecito que llevaba a Tenango se corrió la especie que en el teatrito municipal, el domingo se pasaba una película y eso de ver en una blanca pantalla, imágenes, gentecita caminando, pues como que no todos los días.

Esto para Azael Antúnez Segundo, empleado, mejor decir, secretario del juzgado mixto de primera instancia como que le producía cierta desazón interna: el domingo era el día pactado como última cita con Hilda Michel, niña de la mejor sociedad toluqueña ¿Los motivos? Desde que fue novio de la interfecta, su condición económica y social chocó con la filosofía vivencial de la familia que aunque en desgracia porque la revolución les había quitado su haciendón no le hacía, se creían, más que fueran de cierta sangre azul: blancos, con pasado heráldico y patronal, hacían que Azael representara la perfecta antípoda condición: de origen humilde y campesino y aunque letrado, inteligente y con futuro, no pasaba de ser un empleadillo pobretón, como decía la madre de Hilda.

Y así, poco a poco el globo de –no te conviene, está bien indio, hazle caso al doctor  Robles, ¿Qué no piensas? Míralo bien. Ten valor y díselo poco a poco– cada vez  más se fue inflando, hasta que ¡pum!, recién reventó e Hilda a regañadientes le dijo:

– No podemos seguir. El domingo es el último día… yo, yo pi-enso que es lo me,  mejor para los dos.

Aunque fue con voz entrecortada mostrando que le dolía decirlas, esas palabras medio mataron a Azael.

Y desde ahí, el secretario de juzgado no vive aunque vive. No saborea los colores de la vida, una interna angustia le corroe alma, vida y corazón; enamorado de Hilda sabe que el domingo es el reto final, el todo o nada, matrimonio más que posible o rompimiento fatal.

Teclea en su modernísima maquina Oliver y nota que la S la puso en la C y aunque consuetudinario lector de las novelas francesas que monsieur García les recomendó en el Instituto, buen lector pues, ahora por la angustia existencial hasta de la ortografía se olvidó.

Y su niña consentida aunque a nadie lo dice anda en situación parecida, por no decir que peor ¿Qué lo quiere? Más que nada, como nunca se pudo imaginar y arrepentida de lo que apenas dijo, al sopesar la taxativa, la simple posibilidad de terminar la tienen en un hilito vivencial y hasta  queriendo por momentos estallar.

Azael en su chamba mira el mundo más gris. Como autómata sale del juzgado y al llegar a su pensión casi no come, se recuesta y le sale cola: los lamparones del cielo del techo de yeso se le imaginan rostros de mujer y para orearse sale a caminar. Camina en esa mortecina tarde paralelamente a las paralelas del tren; uno que otro viandante, un campesino –¿Cómo su padre?– pasa corriendo con sombrero de  palma y mecapal. En la orilla sur, el templo de El Ranchito es el límite, el final y hasta allá hasta donde la vista alcanza se pierde la hilera de árboles y a los lados sembradíos de maíz… nomás.

Siguiendo la ruta de no me importa, sólo recuerda cuando a la niña halló saliendo del templo, la abordó y cayéndose del cielo o él subiendo, empezaron a charlar. Y de ahí, primero una hermosa amistad y luego un noviazgo para nunca olvidar. Una carreta jalada por dos mulitas se dirige a Capultitlán, y es cuando Azael repara en el regreso, en que debe retornar.

En el centro de la ciudad seis carteles están puestos ya: en un pilar del portal, en el cristal de la entrada de céntrico hotel, y en más lugares: LA COMPANIA MELLIES DE PARIS presenta… y el pópulo pobre y vulgar nomás de lejos los ve, pues con que tlacos entran.

La interna crisis de Hilda tienen por un lado a la familia a lo más querido del clan familiar y en el otro punto de la balanza, está lo que se llamaría sin más, verdadero amor. Y en la noche de insomnio, oye el pregón del hombrecillo con su silbato y su lámpara luminosa y la respuesta de un lejano ladrido y el traqueteo de ruedas pisando piedras.

Y por su parte, Azael en su particular insomnio ensaya algo por escrito y piensa en su recóndito interior ojalá le lleguen. Usando letras que caben como chantaje sentimental en la vieja Oliver fueron apareciendo caracteres:

Si este es el día

de nuestra despedida final.

recuerda por siempre

que te quise tanto…

 

¡No! Está muy… no sé, cursilón… no. Y sacando el papel de la máquina, procedió de nuevo a escribir. En la calle el hombre de la lámpara lanza silbatazos a la oscuridad.

Después de una hora de teclear y con el frio congelándole de las nalgas hacia abajo, por fin, una hoja de despedida le gustó. La sacó de la máquina y cerca de las tres de la mañana se acostó.

Así, entre brumas de incertidumbre y dolor, el domingo llegó. Los arrieros desde temprano pisaban con sus mulas cargadas de cosas las calles empedradas; las iglesias se vestían de domingo con la feligresía –contando a la familia Michel– que desde temprano se ponía elegante, bañadita y puntual; igual los lugares de paseo cómo la Alameda y los portales, adquirían otro color.

Y la tarde llegó. Azael con su levita mejor, la blanquísima camisa, pantalón bien planchado y limpísimas polainas hacia el teatro-cine se dirigió. Ahí afuera ya estaba ella, igual que él, tristona y con negras ojeras.

– ¿Los boletos?

– Aquí están  ¿Entramos?

Y en el oscuro recinto con trabajos hallaron lugar. Azael se movió en la silla de tule y sintió bien dobladito el papel de la despedida; miedo le daba tomar la mano de su adoración. Comenzó la película, y un  ooooh… de la gente, un murmullito se escapó al aparecer en la blanquísima sábana brillantes letras titilando: MELLIES, Paris. Y el murmullo creció cuando aparecieron unos hombres tratando de poner a funcionar una especie de cohete.

Aprovechándose de la oscuridad Hilda colocó su mano derecha sobre la de Azael. Y este que comenzaba… si ya nunca más, se vio rebasado por un beso. Un beso que valió por cien lágrimas de gusto, un ósculo calientísimo, argumento lapidario para sepultar todas las dudas.

–¿Sabes?… nunca te dejaría le dijo Hilda. Y subiendo la voz y a pesar de la interesantísima escena–, un cohete subiendo a la luna la niña reafirmó: –¡Nunca te dejaría a pesar de que no le parezca al mundo!–

-Pinche mamadita.

Jefrey Antúnez siente que ya fue suficiente. Le da una mordida a su enorme hamburguesa –Mc Trío de Mc Donald’s– y le cambió al canal de las estrellas pensando para sí:

-¿Quién vería estas jaladas? No mamen.