Victimismo ilustrado

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Hace no mucho, reparábamos en la actual institución de la vulgaridad como crítica a las instituciones, algo natural dando un vistazo al reclamo del joven de a pie sobre cualquier asunto que le enerva y que, supuestamente, se constituye digno de reclamo. A tal situación le sigue una condena insalvable al superficialismo, extensible la mayoría de las veces incluso a las conciencias medianamente letradas, pues quien se embebe de slogan y propaganda aún informado, roza la comodidad de lo fácilmente asimilado, que despunta en adicción a la idea fija tan rápido como el dogmatismo deja de ser incómodo. Hipotecarse la conciencia a ideas fijas, llama Antonio Escohotado a este asunto.

Por esto, cuestionar ideas incrustadas o preocuparse por la comprensión de sus más básicos fundamentos se extingue como costumbre, y pasa a enunciarse masivamente en razón de todas ellas, tejiéndose progresivamente una suerte de cosmovisión que justifica una suerte de vida intelectual. Craso error, considerando que la mayoría de estos enunciados evitan la autocrítica por sistema, y que están perpetrados por otro mal intelectual profundamente funesto: el victimismo ilustrado.

El drama cotidiano de quien se victimiza sin sentirlo es el recurso de quien puede respirar grandes dosis de cinismo; sin embargo, de nudos en la garganta para conseguir éste o el otro fin. Muy distinto quien enferma de devoción al credo victimista: una neurosis de antiquísima procedencia, cuya más reciente variante es la heredada por el brote del mesianismo totalitario del siglo XX, y que está caracterizada por una determinación casi suicida a los proverbios Dios proveerá y El sistema me oprime.

Asumir el Dios proveerá supone exhumar el credo victimista en la variante más ortodoxa del cristianismo primitivo, bajo el que el progreso no acepta solución distinta que la absoluta igualdad. Y confirmarlo, supone inmolarse ante la férrea pared de la historia, harta de enseñar que ningún escenario ideal de jilgueros y lirios ha podido salir del papel sin materializarse en apilamientos de cadáveres de inocentes, y de insulsos devotos de ejércitos que nunca fueron dignos de sus filas.

Por lo demás, el proverbio se traduce también a un proyecto de seguridad en lugar de libertad, dignificado a sí mismo en el mutilar toda la prosperidad social que se tenga asentada por evidente que sea, con tal de seguir otorgándole sentido a la consecución del sueño que Dios cumplirá. Y apunta perpendicularmente a lo ocurrido en el sermón de la montaña: el único y más funesto desliz del cristianismo en la antigüedad, que considerado a vista de águila, da razones para decir que incluso el pueblo elegido de la historia universal, terminó mutando en una policía del pensamiento que tiraría por la borda una ontología del hombre y una historia casi impecable.

Igual de problemático, aunque aparentemente inocente es el Benditos sean los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino, que tiene su último entendimiento insigne en el concepto pobrismo de Escohotado, a través del que puede decirse que el sermón de la montaña se obtiene una formulación inequívoca, bajo la que los cristianos ven revindicada la fe en que nadie puede quitarles su rencor, que tienen derecho infinito a su resentimiento, y además a proyectarlo sobre los demás, por lo que se hace justo extender el odio propio a toda la esfera de mi vida a través de aferrarme a un credo victimista a perpetuidad sin perjuicio de delinquir contra el superior o el comerciante¨.

Pues bien, ¿no es acaso, justo, decir que casi cualquier reclamo contemporáneo parte directamente de reconocerse previamente pobre de espíritu, y de acusar fervorosamente a quienes, supuestamente, teniéndolo espíritus ricos nunca brindaron nada, sino que se dedicaron a oprimir para nunca moverse de dónde están?, ¿no suena esto, acaso, a una prórroga del grandísimo tropiezo del sermón de la montaña transmutado con las infamias panfletarias de mediados del siglo XIX? Naturalmente sí, si se reconoce que a día de hoy el guía ideológico es el sublime budista de la justificación de la pobreza intelectual y de la nobleza que tiene vivir resentido. Además, del axioma más fatalmente instituido en el discurso ordinario: aquél empedernido en afirmar la existencia de un supuesto régimen mercenario con las igualdades y con la tolerancia, dada su incomprensión de que el llamado sistema opresor, es el resultado de una sociedad con clases sociales móviles. Y que la esencia de lo imperecedero siempre fue la suerte, el mérito, las instituciones y la fecundidad y la honestidad intelectual, por siempre seguir la sustancia, por nunca faltar ni determinar a la naturaleza.