Carta abierta a un nuevo estudiante de filosofía

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Empiezo este breve saludo recordándote lo que, un día, me dijeron cuando estuve en tu misma situación: felicidades por haber tenido el valor de elegir el camino que te ha dictado el corazón. Estudiar filosofía es un acto anómalo en nuestros tiempos. Piensa en cuántas personas de tu entorno más cercano conoces que tengan la dicha de decir que han estudiado y que se han dedicado a lo que realmente los llamaba desde adentro, como tú estás a punto de hacer. No creo que puedas nombrar muchas. Nuestros días se caracterizan por estar automatizados hasta en los rasgos más íntimos y las decisiones más trascendentales de nuestra existencia. Somos, cada vez, menos sensibles y más incapaces de soñar. 

Los programas de vida ya están hechos y reproducidos en masa, de tal forma que solo los tenemos que seguir, aunque no sepamos ni por qué lo hacemos ni si nos encontramos satisfechos haciéndolo. Ahora bien, ya pagado el tributo a tu valor, quisiera darte tres consejos, no pedidos, que en su día me hubiera gustado escuchar.

Comienza por comprender la relación con tus actuales, futuros y pronto eternos maestros como un asunto exento de jerarquías. Pronto, te darás cuenta de que tomarse en serio el ejercicio filosófico presupone reconocerse como un eterno alumno. Con esto quiero decirte que, a día de hoy, la enseñanza de la filosofía es un asunto horizontal, de tú a tú, sin verticalidades ni jerarquías impuestas. La autoridad es algo que el maestro gana progresivamente, que ya no posee ni bien cruza la puerta de la clase. Esto, sin embargo, no debe hacerte irreverente y desconfiado de tu profesor si la situación no lo merece. Todo lo contrario: la deshonra sin fundamento a la capacidad del profesor, pretendiendo ser libertina, termina siendo estéril. No estoy apuntando a eso: lo que quiero, es que lleves a la práctica aquella tesis famosa que dice la crítica es la más grande y legítima forma de admiración

Ahora más que nunca, es el Profesor quien conquista progresivamente su salón siempre que encuentra una audiencia dispuesta a esforzarse por captar el valor de sus enseñanzas. Una cosa no puede lograrse sin la otra. No te confundas: que la autoridad no esté presupuesta no implica que no pueda llegar a existir, sino que cuando lo haga, sea de una forma más legítima, porque nace del mérito, de la conquista, de la faena bien hecha.

También, debes interiorizar que, termines dedicándote a la docencia o a la investigación o a ambas al mismo tiempo, ellas son, ya no tareas o trabajos, sino misiones que llevar a cabo con la máxima seriedad posible. Que, sin embargo, pueden ser cumplidas con pasión y disfrute. El sentido de estas actividades, y especialmente la de la investigación, es encontrar un norte necesario para orientar y disciplinar a tus intereses. Dichos intereses, los tengas claros aún o no, no pueden tener, a mi juicio, una mejor hoja de ruta que la del trabajo tomado en serio. Él es, pues, el ejercicio que permite reconocer y dignificar el valor de tus pensamientos más propios, despojarlos de toda su posible vulgaridad, y eventualmente herirlos con el surco de la crítica, para que sus frutos sean recordados. El ejercicio filosófico es una cuestión de constante diálogo; de estirar siempre los límites de tu comprensión; de no acomplejarte ante el error, y de ver el mundo sin prejuicios indignos de una mente comprensiva.

Hacer –si cabe el término– filosofía  es un asunto de mostrar cómo tus ideas más propias, aquellas que han germinado dentro de ti en los contextos más ordinarios de tu existencia, hayan nacido viviendo o leyendo, pueden iluminar la existencia de otros si eres capaz de extender sus implicaciones humanas a todo aquél que pueda sentir lo mismo que tú. En esa tarea, el concepto riguroso, más bien, sobra; y lo que evalúa el valor de tus ideas es cómo éstas inyectan humanidad a las situaciones que solemos llamar crisis. Es decir, cuando sufrimos una amnesia de lo verdaderamente importante. Todo está en ti. Todas las respuestas las vas a encontrar en ti. Pero…, ¿por qué? Porque entrar en ti quiere decir entrar más allá de ti. Encontrar ese universal, me dijo un día un gran Profesor. 

Ya lo decía también Stanley Cavell: La filosofía se ocupa de aquellas necesidades que, por el mero hecho de ser humanos, no podemos dejar de conocer. Pero cuidado que para seguir estos principios se necesita rehuir, en un constante ejercicio de ascetismo, a aquellas ganas que habitan en nuestro interior de siempre confirmar en lugar de descubrir. Recuérdalo: siempre será más fácil buscar la confirmación de tus ideas en el texto divulgativo de turno. Pero, al final del día, en la historia aún no escrita, los aspectos que perduran y que se rememoran de un autor son sus combates librados contra los gigantes que habitan en las fuentes primarias, a diferencia de quien no quiere salir de la comodidad de los -ismos y los manuales.

Para terminar, quisiera sugerirte que hagas de la claridad en el ejercicio filosófico tu más fiel aliado. Con esto no quiero decir que denostes los planteamientos especulativos, teológicos o místicos de los que está llena la filosofía. No. Esto sólo demuestra una profunda y deshonesta incomprensión de su enorme valor. Me refiero a que, este sentido de comprensión y de descubrimiento al que es capaz de llegar la filosofía no puede completarse sino se lo corona con una forma de expresar tus ideas ya no sólo clara, sino, además, accesible, humana, capaz de punzar múltiples sensibilidades, en suma. Piensa en esto: si progresivamente vas encontrando ideas valiosas para hacer de nuestra existencia y de nuestros entornos lugares más justos y dignos, ¿qué sentido tiene que las encierres en la oscuridad del tecnicismo y la abstracción desconectada del contexto en el que nacieron? Sé honesto contigo mismo y reconócelo: la claridad no está reñida con la enjundia. Ella es, más bien, la manifestación de un sentido ético inherente al mismo ejercicio de la filosofía que recae sobre ti, en tanto al entrar en ella, te conviertes en portador, defensor y descubridor de las ideas que eventualmente moldearán la realidad. Ahora sí, me despido de ti, no sin antes citar literalmente las palabras de Ortega y Gasset sobre este asunto para que termines de entender el punto, pues lo siento como una obligación, en tanto yo no puedo ponértelo mejor:

Siempre he creído que la claridad es la cortesía del filósofo (…) Esta disciplina nuestra pone su honor hoy más que nunca en estar abierta y porosa a todas las mentes, a diferencia de las ciencias particulares, que cada día con mayor rigor interponen entre el tesoro de sus descubrimientos y la curiosidad de los profanos, el dragón tremebundo de su terminología hermética. Pienso que el filósofo tiene que extremar para sí propio el rigor metódico cuando investiga y persigue sus verdades, pero que al emitirlas y enunciarlas debe huir del cínico uso con que algunos hombres de ciencia se complacen, como Hércules de feria, en ostentar ante el público los bíceps de su tecnicismo.

No te retengo más. Ve y disfruta del camino, que es lo más divertido.

Joaquín