Dejar
Por mucho tiempo le suplicó a Dios dejar de quererlo, dejar de llorarle. Dejar de pensarlo antes de dormir o al despertarse.
En un inicio, ella era indiferente a las atenciones del hombre, pero él, sagazmente la atendía a cada instante: llamadas, mensajes con los buenos días o las mejores noches, invitaciones, comidas agasajadas en restaurantes que ella no frecuentaba, lugares agradables con experiencias no esperadas.
Muchas veces viajó por sitios que su memoria querendona fue guardando: tardes de luminoso sol, instantes frente al mar o en espejeados lagos, horas de camino mirando por la ventana el verdusco color de los paisajes pueblerinos.
Sin buscarlo, sin esperarlo, sus frías emociones se encaminaron a extrañarlo, a buscarlo, a llamarlo, a sentirlo en su interior; saberlo cerca achispaba su vida.
Después de un tiempo, el cuento de hadas se fue convirtiendo en una historia de horror; el fulano dejó de ponerle atención: ya no llamadas, no mensajes, no salidas e infinidad de pretextos para no verla.
El tortuoso mundo de la incertidumbre y los celos invadió su mente explicándose el abandono imaginando al hombre con otra en el disfrute de lo vivido con ella.
Las noches se tornaron en largas horas de insomnio, llanto y desesperación. El hombre dejó de comunicarse con ella durante meses; la mujer no tuvo oportunidad de saber más de su persona porque el susodicho cambió de número y de domicilio.
Pasaron meses de sufrimiento y súplicas al olvido. En sus momentos más terribles de abandono, se postró al pie de su cama clamando misericordia para dejar de quererlo.
Cuando pasó la tortura, ella recobró una fuerza inesperada que le permitió la paz a su corazón y amor por ella misma. Cuando más reconfortada estaba, una llamada inusitada de él la desconcertó recordando el infierno que la moró ante su ausencia.
Aceptó verlo con el escudo de la indignación. Al llegar al lugar citado, escuchó cada una de sus palabras huecas. Ella sólo lo miró con la frialdad de un ejecutor. Cuando él terminó su deshonesta defensa, ella se sintió tranquila, no emitió una sola palabra, para sus adentros la tarea estaba hecha: se levantó de la silla calladamente, le dio la espalda llevándose en su persona la satisfacción de ya no sentir nada por el hombre que alguna vez le dolió.
Ya en la calle, se sonrió sin mirar atrás. Cada sonido de sus tacones fue la despedida a un pasado donde su corazón agradeció haberlo dejado de querer.