Dos entrañas
Una
Cuando me asomé al balcón y lo vi, me pareció que algo en él había cambiado mucho, la gente hizo tanto alboroto al verlo entrar, que los gritos y las risas distrajeron a todos de sus labores para ir a recibirlo. Era él, Gualterio Cajas, hermano de Josellol Cajas, primo de Siamés Cajas y cuñado de Hernanio Cristillo, una inverosímil y legendaria casta de ladrones, asaltantes, falsificadores y estafadores honorables y decentes de la segunda y última cuadra del barrio. Me había visto, clavó sus ojos agudos en mis pupilas curiosas que lo observaban escrutándolo todo en su facha derretida, después se dejó arrastrar por los vecinos hasta su antigua morada sin baño, compartida con sus hermanos y sus otros familiares antes de que todo les empezara a salir mal. Se dejó llevar como si fuera un papelito en el suelo, empujado por algún airecillo sobón, chupamedias del viento. Más tarde fui informado por las periodistas del vecindario, que había obtenido la libertad condicional, hacía unas pocas horas, y lo primero que pensó fue retornar al callejón de sus amores, con su único equipaje: él mismo y sus olores. Gualterio Cajas Ventosilla estaba de regreso.
Sabía yo, lo rencoroso que era y la gran memoria de elefante que tenía, pero no sentí miedo, ni entonces ni ahora, esa vez tampoco, cuando Josellol Cajas subió a mi cuarto dando tumbos abrazando sus tripas rojas y sangrantes contra su estómago y, por la boca, arrojando saliva carmesí, tenía los ojos inyectados y se recostó en mi cama llorando y gimiendo:
No les digas nada a los tombos, no les digas que estoy acá… pero yo ni lo miré, ni lo asistí, ni nada, solo cerré la puerta y continué con lo que estaba haciendo, él insistió amablemente: ¡No les digas nada o te corto!
Más tarde vinieron por él, cuando ya estaba desangrado y casi muerto. Siamés Cajas y Hernanio Cristillo se lo llevaron al hospital. No se sabe cómo, los doctores le pusieron las tripas en su lugar, en menos de un mes regresó con su familia. A partir de esa época, iniciaron una serie de atenciones para conmigo, aderezadas con una buena dosis de respeto inesperado: me saludaban levantando una ceja, me cedían el paso, hacían notar que cuidaban mi vivienda; creo que desde esa vez me estimaron, todos, menos Gualterio Cajas, él solo me observaba callado. De vez en cuando, las señoras del comité vecinal organizaban parrilladas, polladas o rifas y con el dinero que se obtenía realizaban mejoras de infraestructura, como pintar las paredes, arreglar las mayólicas de los patios, etc. También ayudaban a los más ancianos, pobres y enfermos. Yo nunca participé en esas reuniones barriales, en donde casi siempre las borracheras y los gritos concluían con un pleito de ebrios. Prefería tener a mis amistades por fuera del barrio.
Dos meses después de aquella tarde, en que Josellol había resultado herido en una bronca de asaltantes, los policías estuvieron hostigando a su gente; venían todos los días y se llevaban a dos o tres raterillos de los alrededores y a cualquiera de los Cajas. Esta situación continuó hasta fin de año en el día de Navidad, cuando acribillaron a seis policías contra la puerta de sus vehículos. Lo más curioso fue, que, en las pesquisas, encontraron paquetes de cocaína en los autos patrulleros. La policía enmudeció, a la prensa no le pareció una gran novedad, y no se inmiscuyeron por aquí ni los unos ni los otros por mucho tiempo. Esta ausencia sirvió para que se manifestara un creciente robustecimiento criminal de la familia Cajas que reinició sus actividades delictivas, poniendo el mayor empeño posible, con una preocupación inaudita por su localidad.
El primero en lucirse fue Siamés, que se trajo una estatua de Simón Bolívar, no sé de dónde, y la colocó en medio de la calleja, adornándola alrededor con macetas también robadas. Josellol no podía quedarse chico, y en menos de una semana llenó todo el sitio de bancas que trasladaba hasta allí en las noches, luego de haberlas destroncado de la Plaza Francia y de la Colmena. En las tardes, los enamorados se sentaban a conversar, a besar y a manosear, a vista y paciencia de los vecinos.
Hernanio, el cuñado de los Cajas adquirió una pileta con todo y ángeles vomitadores de agua, y la llenó del preciado y escaso líquido, para que los niños de la vecindad se bañaran y jugaran a los carnavales. Nunca fueron más felices esas dos cuadras de niños pobres y madurados a la fuerza por el hambre, como la vez de la pileta de Hernanio, y nunca, en esas dos cuadras, se hallaron tantos niños enfermos y tantos niños internados en los hospitales. Débiles como eran, al estar permanentemente expuestos al frío, habían disminuido sus magras defensas.
Era increíble como, quedando nuestras casas en el corazón de la ciudad, carecieran por grandes temporadas de luz. Algunas veces los vecinos tenían que ingeniárselas para conseguir agua y conseguir electricidad de algún poste de la avenida, aunque a veces solo sirviera para iluminar la acera.
A Gualterio le tocó recoger cuanto bote de basura municipal encontrara en las calles de Lima, y los puso en las dos cuadras, tantos, que no alcanzaban los deshechos para llenarlos, y todos los noveleros de la zona, para utilizarlos, inventaban y recreaban todo tipo de desperdicios, era de locos ver semejante cantidad de cubos juntos. Los pobres basureros se demoraban más de lo acostumbrado al realizar su trabajo en nuestra zona. Tenían que ir de bote en bote, treinta y ocho en total. Por si fuera poco, a finales de marzo, toda la familia Cajas se trajo un contenedor de los anaranjados y en él se guardarían las inmundicias sobrantes ─si las había─ además de ratas, gatos y perros callejeros para que sirvieran como como suministro para algunos restaurantes que utilizaban ilegalmente sus carnes, cobrando un buen precio por supuesto.
Me enteré por el vicepresidente del Comité Vecinal del proyecto máximo de Gualterio Cajas: conseguir la lápida de mármol de su abuelo, confeccionada y pagada gracias a una colecta hecha por la gente de las inmediaciones. Deseaba colocarla en la pared del fondo como una especie de homenaje. El abuelo estaba enterrado en el viejo cementerio, a unas cuantas manzanas. Gualterio, que, si bien no era el más talentoso de su familia, era sí el más corajudo. No me hubiera extrañado si se aparecía con la piedra a cuestas, convirtiendo a las dos cuadras en una sucursal del panteón.
El más inconcebible de los robos que realizó esta familia non sancta, fue la adquisición de la novia de Siamés, una muchacha muy bonita, de una belleza sutil y de un carácter amable y costumbres decentes. No me imagino, ni aventuro posibilidad alguna de cómo esa maravilla pudo aceptar quedarse a vivir con ellos y sobre todo con Siamés, que se paseaba con ella tomándola de la mano, muy orondo, con su cara de espacioso mocasín anchado por excesivo uso y su figura similar a la de un rábano. Luego me enteré de que la chica había sido usurpada a su familia y algo le terminó gustando de su raptor, pues se hizo su novia y todo lo demás. A mí, como a todos, me gustaba mucho, pero me limité a mirarla de lejos y sin que se diera cuenta, la sentí como una rara víctima de un más inaudito aún, síndrome de Estocolmo. Extraña afinidad la que llegué a tener con aquella gentuza.
Antes que acabara el verano, se contaba con estatuas y bustos de los héroes más ignotos, señalizadores de tránsito de vías lejanas y ajenas, colocadas sin orden alguno en toda la vereda izquierda y sin saber para qué se fueran a usar. El corredor parecía un desván grande de la ciudad, a lo largo de él se encontraban: cubos para la basura, semáforos, contenedores, señales de tránsito, casetas de policía, bancas, piletas, viejas cabinas de teléfonos públicos, palmeras, barandas, balcones coloniales, postes, una máquina tragamonedas y hasta un ómnibus chatarra que hacía las veces de hostal al paso para que durmieran en la noche los pordioseros ocasionales que transitaran por el pasaje o para que los que quisieran, pudieran fornicar a sus anchas.
A veces yo sentía como que me habían modificado mi geografía espiritual.
Durante las noches alumbraban el camino el sin fin de letreros de luces de neón, que conectaban a los postes de energía eléctrica, rótulos de toda clase de casas comerciales, farmacias, tiendas, casinos, karaokes, consultorios médicos, y de todo tipo de productos; bebidas gaseosas, equipos electrodomésticos, y toda una gama de anuncios habidos y por haber, que convertían al vecindario en una feria nocturna de tiendas luminosas de artificio. Pero a la aventura no podía tomársele por osada hasta que se les ocurrió traerse una antena de telefonía celular. La instalaron sobre un podio de madera que antes de la sustracción utilizaban para las representaciones teatrales los alumnos de un colegio al que la familia Cajas visitó. De modo que la máquina quedó plantada en el suelo, junto a la estatua de Bolívar y uno de los angelitos que según Siamés sobraba en la pileta y que colocó como mascarón de proa del callejón. De más está decir que no lograron hacer que emitiera ni un quejido de lamento por la ignominia, pero igual se quedó en su puesto hasta poder ser utilizada. Los dueños del artefacto no pudieron entender como durante la noche habían entrado en sus instalaciones, custodiadas por cuatro bien provistos vigilantes y retirado el instrumento de metal de más de doce metros.
En mis noches, sentía mi habitación como una choza negra rodeada de un colorido cerro, repleto de flores diversas. El aire me era ajeno y la tierra muy extraña. Pero no podía irme. Supongo que los Cajas tampoco.
Cuando llegó el invierno, era casi imposible dar dos pasos, sin tropezar con alguna de las herramientas traídas por los Cajas. Caminar por ahí se convirtió, en una procesión de cosas que venían contra uno; fueron tantas las que trajeron y tantas más las que iban apareciendo, que uno sentía que el barrio estaba sirviendo de extraña caja fuerte o escondite para las cosas de alguien. Esta situación a los vecinos no parecía inquietarlos, por el contrario, les hacían gracias a los Cajas, los llamaban dones, maestros y hasta señores; don Gualterio se escuchaba decir, señor Siamés, maestro Josellol, se oía mentar y ellos, por supuesto, muy altivos, muy caballeros, trataban de estar a la altura de las circunstancias, consiguiéndose por ahí, unos elegantes trajes para sus nada delicados y muy cortados y sufridos cuerpos. Llegaron inclusive a peinarse y uno hasta se bañó. Los vecinos les hacían fiestas y los respetaban, yo me ponía a pensar, para qué realizaban todo ese desperdicio de estupidez y todo ese despliegue atolondrado de mañas y felonías, para atiborrar todo el lugar de cualquier cosa tras cualquier cosa, sin ningún plan o proyecto para hacer algo.
En la tarde del veinticuatro de octubre, Gualterio, Josellol y Siamés Cajas, se dejaron oír por mi ventana, para pedirme que los acompañara al hospital y hablara con mi tío, el doctor, primo de mi padre, para que le diera una cama y atención a su cuñado Hernanio Cristillo, que había sido herido de gravedad, con un enorme pedazo de vidrio. Me puse una camisa y bajé rápidamente. Los Cajas me esperaban con su hermana y el hijito de esta, Hernanito Cristillo Cajas, a quien utilizaron para conmoverme. Estaban montados en un taxi, sin chofer, sobre el que no quise preguntar. Llegamos al hospital e inmediatamente busqué a mi tío. Al pasar por emergencia me encontré con la cara de tarro de Hernanio Cristillo, con un rictus de dolor, y sus manos tocándose el estómago abierto vomitando intestinos y sangre por doquier. Un gran trozo de vidrio introducido hasta el fondo del vientre se levantaba como una torre sobre sus tripas. De su cuello colgaba una muy arrugada corbata morada de las que usan los devotos del Señor de los Milagros. Era la segunda vez que me tropezaba con las vísceras abdominales de los Cajas, y la segunda ocasión en que salían bien librados del asunto. Hernanio fue devuelto a su hogar tan pronto le quitaron la cama para dársela a otro recomendado.
Yo continué sin saludarlos como siempre y ellos, más que nunca, me cedían el paso, me hacían reverencias y me trataban consideradamente cuando me los chocaba. Me invitaron inclusive a la misa en memoria de su abuelo Baltazar, un provinciano que estuvo aquí desde que se construyeron las primeras viviendas, cuando esto no era más que un terreno baldío. Vino con su gente desde su pequeño pueblo y junto con ellos luchó por la pavimentación de la primera cuadra, la segunda, hasta hoy, es de tierra. Este Baltazar tuvo un hijo y una hija y a ellos también les enseñó a sobrevivir. Encontré la invitación en el piso, la metieron por debajo de la puerta. Era pequeña, barata y huachafa. Obviamente, no fui a esa misa, pero eso no les impidió a los Cajas hacer evidente su cortesía a cada momento. Todos, menos Gualterio Teodomiro Cajas Ventosilla, que me observaba callado con sus ojos de cuchara.
Sabía yo, ahora que estaba de regreso luego de su estancia en el penal, que un encuentro entre ambos iba a ser inevitable, así que él decidió cortar por lo sano y separándose del grupo que lo rodeaba y que lo había empujado hasta su cuartito, se dirigió hacia el mío y tocó mi puerta con fuerza, abrí con calma como siempre y él solo escupió a mis pies y dijo: mañana en la noche. Ahora, ya sabía yo que era ese algo que en él había cambiado mucho, era la apariencia de su edad. Gualterio parecía antiguo. O, mejor dicho, la antigüedad se veía a través de sus ojos. Lucía una vejez añadida y gratuita. La vejez que el encierro le había regalado. Luego de hablar, se fue tan rápido como vino. Yo pasé mi zapato por encima de su escupitajo y froté hasta que desapareció, dejando una huella de humedad en el piso, después me eché en mi cama a dormir.
Eso fue lo que pasó con Gualterio Cajas, pero igual no le tengo miedo, no siento el más mínimo miedo a lo que pueda pasarme, sé que él subirá, tocará a mi puerta y querrá cortarme el estómago, porque no quise esconderlos en mi habitación cuando llegaron los policías, porque no les abrí la puerta cuando subían las escaleras agitadamente, no pudiendo huir o esconderse y sus perseguidores acribillaron a Siamés, Hernanio y Josellol, y a él, a Gualterio, lo metieron al penal de Lurigancho. Por eso me querrá matar, pero no le tengo miedo.
Ahí está, ¡toc toc!, suena la puerta, y yo abro con mi parsimonia de siempre y aguardo, otra vez, enfrentarme a las entrañas sangrantes de los Cajas.
Dos
Ahí está. Gualterio Cajas escondido tras una lápida del cementerio antiguo, husmeando al delgado y anciano vigilante diurno que en las noches trafica con los cuerpos y los mármoles olvidados. El anciano ignora que lo observan, sin embargo, eso no es pretexto para que descuide la feroz seguridad con la que mantiene en resguardo su negocio. Todos sus subordinados se encuentran en su lugar, en tanto él escoge el cadáver de su preferencia. Es un experto en su labor. Mientras saquea las tumbas, afuera, a diez metros de la puerta principal, un camión recibe diez hermosas lápidas de mármol y un par de estatuas de ángeles. El Cajas mira todo desde su escondite. ¿Qué querrá?, ¿por qué observa en silencio?, ¿estará aprendiendo del añejo ratero de muertos algún truco? Una marcha de hormigas rojas se sucede muy cerca. La luna alumbra solo su parte de tierra consentida. El Cajas se acuerda de su barrio, piensa: que bacán quedaría esa lápida negra con letras doradas en la pared del fondo. Lía pasadores de zapatillas fuertemente. Saca cuchillo del bolsillo derecho. Afina oído. Aprieta el puño. Aguarda. Brram, brram, marchan casi silentes las hormigas.
El camposanto antiguo parecía un pueblo abandonado. Las criptas de lejos se veían como casitas en medio del descampado. Árboles muy largos y remotos las ensombrecían. Los matorrales crecían junto a los sepulcros. Recordó la descripción que le hiciera su abuelo del pueblito de donde vino. Gualterio voló hacia la parte de los cuarteles, dobló en la esquina de San Franco, subió por San Hilarión y siguió de frente hasta caer arrodillado en Santa Inés. Dobló el cuello hacia la izquierda. Vio al profanador de sarcófagos a unos ocho metros. Qué cerca. Sus cómplices no estaban.
Ya todos se habían retirado al camión y aguardaban a su jefe, este lanzaba tierra con su lampa a una tumba burlada a dos metros del cuartel de Santa Inés. Gualterio pensó que en el nuevo cementerio de seguro habría un cuartel de Sarita Colonia. El escamoteador de mausoleos terminó de lampear y aplastó la tierra con el revés de su herramienta. Era tal como le había referido su compañero en la cárcel, era igual, como un robot, todo exacto: la hora, la forma; el tipo sabía bien su trabajo y se había mecanizado en el asunto. ¿Llevaría el dinero consigo como le advirtieron? Gualterio pensó que ese enjuto individuo, si tuviera la oportunidad, también violaría las fosas de su hermano, su primo y su cuñado, pero ¿qué de bueno podría extraer de ellas? Se olvidó de pensar. Apretó sus pantorrillas, paró los glúteos, se apoyó en la pared con la mano izquierda y se disparó contra el viejo.
– Este tío es un pendejo, Javier.
– Sí. Siempre quiere abrir y cerrar las tumbas él solo y escoger las cosas. Se queda con los anillos, los dientes de oro, nosotros solo cargamos finados y lápidas.
– Sí pues, pero también paga al toque y bien.
El camión con los dos hombres adelante y uno en la parte de atrás estaba listo para emprender la marcha, el mercader de difuntos debía haber salido del cementerio hacía ya diez minutos.
– ¡Lázaro!
– ¿Sí?
-– Voy a ver porque se demora, estén atentos, ya han pasado diez minutos.
Lázaro y Javier se quedaron mirando a Mineo, hasta que desapareció traspasando la puerta principal. Él era el sobrino de su jefe y el más callado de los tres.
Adentro se desarrollaba una lucha feroz por vivir. El rebuscador de sepulturas poseía una gran fortaleza física a pesar de sus años, y armado de su lampa golpeaba el cuerpo de Gualterio Cajas, que no caía por más lampazos que recibía, por el contrario, asestaba cuchilladas a su contrincante. Dos mohosos laudes cayeron aplastados por la espalda del mayor de los hombres. Algún muerto se removía abajo. Gualterio no pensaba y como un animal encajaba su hocico en el enemigo por encima del hombro. Bajo el cuello tenso, el marfil de los dientes, incrustado, se mojaba de rojo. Sangre ajena y saliva corrían hacía la garganta. En eso Mineo apareció por detrás de Gualterio y sujetándolo por el cuello le clavó un puñal en el vientre, haciéndole vomitar sangre mestiza.
Se encontraba entre dos adversarios. Si no se liberaba de ellos vendrían los otros y ahí sí que estaría muerto. Con cada sacudida de la lucha el puñal se movía dentro de él. ¡Qué dolor! De pronto fingió caer desmayado, se fue de bruces, el vejestorio se levantó, respiró, Mineo también…
– ¿Qué le hiciste tío?
– ¿Yo? ¿No fuiste tú?
Solo dos segundos y un cuchillo atravesaba el cuello de Mineo, mientras que una mano nervuda destrozaba la manzana de Adán del anciano. Dos cuerpos contorsionándose. Gualterio Teodomiro Viturbio escudriñó el forro del saco del celador necropolitano, era cierto, las bolsas de tela con el dinero y el oro estaban cosidas en el interior. Las guardó en su casaca verde olivo empapada de sangre, corrió entre los cuarteles, se dirigió a las criptas antiguas, recogió la lápida negra de sus sueños, la colocó del otro lado con esfuerzo, saltó el muro y se esfumó.
– Oye Lázaro, ya es mucho rato. No vienen.
– No sé, hermano, yo no entro solo. Vamos los dos.
Mientras decidían qué hacer, el viejo y su sobrino ya habían dejado de agonizar.
Conjunción
Fue ahí que abriste la puerta y lo que viste fue el cadáver de Gualterio Teodomiro Viturbio Cajas Ventosilla abrazando una lápida negra que decía Don Baltazar Cajas con letras doradas, envuelta a medias en una casaca militar, un charco de sangre marrón se deslizaba escaleras abajo. Don Baltazar Cajas era también tu abuelo, pero tú solo cerraste la puerta y te fuiste a la cama. Al contrario de la lluvia que golpeaba el techo de madera, tu corazón no pareció decir brram, brram. Te dormiste. Al costado de tu velador, en el marco de la ventana, se sucedía una marcha de hormigas rojas.