El amor es un perro del infierno

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El amor es un perro del infierno

Charles Bukowski

Aquello de que el amor es un perro del infierno, es una frase que se le atribuye a Charles Bukowski. Atribuye, sí, porque no es una frase propiamente, sino el nombre de uno de sus poemarios de entre el 74 y 77. Así, no sabemos cuál haya sido su propósito. De cualquier modo, aforismo o título, es de una potencia poética innegable. Démonos la licencia de usarla como frase ahora, la frase que carcome mi mente como desde hace algunos meses. 

18 años atrás me enamoré por primera vez. Terminaba la preparatoria, estábamos en el mismo grupo. Fue un amor lleno de tribulaciones, pero, sobre todo, tristezas. Recuerdo ser echado de su municipio con insultos, pedradas y con la mirada vil de un arma que se cala tras una espalda mal fajada en unos pantalones de mezclilla raídos. 

Triste sobre todo porque ella cargaba con su propia muerte en el alma. Lo que ese mundo salvaje le había hecho. Ellas entenderán qué es lo que les digo. 

El último recuerdo que conservo de aquel amor es una calle que brillaba bajo el talante del sol; me había rendido, sentía que no tenía nada más que hacer ahí, miraba en derredor y en aquella esquina, las ancianas con su rebozo a la cabeza, inmunes a la fiereza que se palpaba en cada rincón, pasaban de largo, trémulas e indolentes, sobrevivientes de cada una de sus tempestades ya pasadas en las arrugas de polvo y tiempo en su rostro, y sus ojos siempre nublados. Mientras tomaba un taxi, sintiendo que los escuadrones malditos se apostaban por las rendijas de las cortinas en las ventanas calando el gatillo de victoria para el forajido, no sabía qué era eso que sentía, aquel desasosiego absoluto. 

Pensé que no volvería a pasarme. Creí que, con la experiencia, la lectura de un entorno hostil en cada ápice de sí, no volvería a estar igual. Pero pasó. Aquel veneno se instaló en mí, inauditamente hasta entrevistarme con la muerte. 

Quisiera que esto fuera un drama mal logrado, pero no lo es. De eso es de lo que quiero hablar, y no de amor. 

Cuando Ivy se acercó a mí, el horizonte se llenaba de nubes nudosas, negras, cargadas de lluvia. Tuvimos una quincena maravillosa, poco creíble en mi cabeza tan reacia al imaginario colectivo de las relaciones convencionales. Una quincena como dice la canción de Taylor Swift, pero pronto todo se desplomó como un elevador sin cables, con el estruendo atronador en el pecho y la memoria. 

No conviene mencionar acá los parámetros bajo los que se dio nuestra relación, pero debo decir que me obligué a ser cauteloso todo el tiempo y esperar a que fuera posible. Sin embargo, ahí estaba aquella tarde con el no en la boca, en la cabeza, pero mirando sus ojos, preocupado de no lastimarla por encima de todo. 

Me he cansado de escuchar a estas alturas los cuestionamientos del por qué un no fue un sí, y por qué no hice lo que se esperaba de mí sabiendo que todo estaba destinado a fracasar en condiciones tan frágiles. Lo cierto es que no lo sé. Como no lo sabe el adicto que se inyecta otra dosis de heroína y sabe que luego volverá a estar mal. Más cercano al caso, el que bebe una copa más cuando el sol está alto y el sueño apremia. 

Cuántas veces, mientras la cortina de la luna se extendía tras la ventana, sintiendo su piel volviendo en la almohada de mi hombro desnudo, habré escuchado, ¿nunca te has enamorado? Entonces pensaba en todo aquello que antes entendía un poco menos que ahora. 

No abrí la jaula para que se fuera como dice aquel célebre bonaerense como lo había hecho tantas veces. La dejé pasear sobre el índice de mi mano izquierda, apunto del corazón, mirándome tiernamente. Cuando quise escribirlo para siempre, por poco me vuelvo loco. Olvidé que había estado enfermo los últimos 18 años de mi vida. 

Si el amor tiene cierta virtud, es esa, aminorar el veneno de la enfermedad. 

Amigos, familia, psicóloga, psiquiatra, a mí mismo: no he encontrado en todo este tiempo las palabras para describir lo que sentí esa noche de enero cuando me paré de la computadora; escribir que estaba listo para seguir de una vez por todas y olvidar el pasado, y de buena gana, perder el miedo al futuro que es la característica más fehaciente de esta maldita enfermedad. Lo he dicho así: cuando puse punto final a eso que estaba escribiendo sobre nosotros, la forma en que su amor me había arrobado, de pronto perdí todo ímpetu por la vida. Nada en adelante tenía sentido, era como si saber que, si eso salía a la luz, mi vida no tendría propósito, o como si supiera que en adelante la perdería para siempre. Entonces, comencé a caminar y a caminar de madrugada fumando sin control. Fui a trabajar, y comenzaron una serie de días en automático que mi memoria no me muestra cada vez que echo la mirada atrás. 

Como yo mismo no lo entiendo, no puedo exigir que ella lo hiciera. Cuando quiso saber de mí, le pedí tiempo, por primera vez en la vida me animé a decir que no estaba bien. Tres semanas después, me dijo: me rindo, no puedo con esto. No me voy a aferrar a ti, acusó. Y lo único que alcancé a pedir, fue: quiero una cita contigo. 

Ese viernes tuve la cita más bella que jamás había tenido, con todos los condimentos que hacen del romance aquel loco trago que nos marea y nos deja sin sentido De pronto, ahí estaba afuera de la Gandhi de Galerías. Habíamos entrado a la librería de la mano para regalarle otro libro. Apunto de irse, volvió y me dijo: ¿por qué me crees todo? Y no dije nada. Son ese tipo de cosas las que dan vueltas en la cabeza sin remedio pasado el tiempo. Pero creo que lo que guardaba era esa nerviosa forma en que tirados en el pasto se sacudía en mis brazos pidiendo algo más. Aunque ella creía saber que estaba mal, no sabía que era lo que me pasaba, mis ideas que parecen un secreto. Dije no: no quiero arruinar esto ahora. Me había dicho, puedo esperar un año, quiero que estés bien. Pero no me había esperado tres semanas y de pronto ya no estaba. Creo que, al apretar los ojos cuando pasaba las manos por su cuerpo, acallaba aquello que me reclamó una semana más tarde, una noche algo aturdida: que no me hubiera dejado llevar por la fiebre. Hay toda una sociedad violenta y convencional detrás de ese placer tan culposo que ella me gritaba como pateando una cuna. Esa sociedad que maldigo. ¿Cómo explicarle que yo sabía de esos placeres tan mundanos y escapatorios? Mi instinto. Dice el maestro Roberto: he renunciado a todo cuanto no seas tú, pero yo no saldría ganando. 

Ella se fue cuando febrero desfallecía. Inicié así un salvaje carrusel de sexo, alcohol y tabaco, porque eso hacemos. 17 corazones que podrían resultar en una confusión de un titular que les haga sentirse lo mismo reconocidas y traicionadas. 

Cuando Patito se fue, todas las borrascas del sábado de gloria caían sobre de mí. Ella sí que puso el cerrojo en la jaula. No cabía en mi un trago ni cigarro ni una mujer más. Estaba perdido. 

Cuando entramos en la camioneta de Patito a aquella asada (¿por qué no siento el derecho de mencionar su nombre?, el nombre que yo le di) mis huellas ensangrentadas avisaban la deriva. Le había preguntado a mi psiquiatra, ¿puedo iniciar el tratamiento en una semana? Dijo que sí. Entonces fumé, bebí más, y esa tarde hermosa en la azotea frente al Nemesio Diez, lo que parecía la salvación, el escape al dolor, fue sino lo mismo. La adicción del cuerpo y el presente. Otro adiós. De Ivy hasta Patito. 17 corazones en pugna. Un revolver salvaje. 

Digo que fue una entrevista con la muerte porque es lo que alcanzo a recordar. Estar sentado en el camastro de la casa, mirando el cielo tan hermoso, y ninguna emoción dentro de mí sino de rendirme. Dejar de vivir. Sin más. 

Decir esto último suena terrible, sobre todo para quien se dedica a la salud mental. Peor aún, suena terrible porque quien acepte algo así luce como un invalido para la sociedad, una persona que solo merece misericordias. Aunque me anime a decir que en Japón el suicidio es un acto de gallardía, hay todo un océano que hace imposible aquella idea que me ayude a no sentirme un desvalido. 

Pero sé lo que son las ideaciones suicidas. La semana previa al derrumbe, mi psiquiatra me preguntó: ¿has tenido ideaciones suicidas? Dije que no. Apuntó. Me preguntó: ¿hay algo que haya pasado en tu vida recientemente que te tenga así? Le hablé de las dos. Tres, diecisiete. A punto de mandar la receta, dije: bueno, falta mencionar algo. 

Entra una mejor frase de Bukowski sobre el amor: El amor es la bruma que se disipa con el primer rayo de la realidad. 

Lo conté dos columnas atrás, algunos de mis alumnos se opusieron a hacer trabajos de investigación apegados a los cánones del marco teórico. Tan ridículo como suena. Todo por una calificación, y víctimas de una pereza intelectual heredada por una mala praxis. Otra alumna amagó con demandarme en esas mismas fechas tan solo porque no quería estar en la carrera. Una infantilidad de la que sus mismas compañeras me defendieron. Otra, se negaba a dejar su sesgo cognitivo porque no lo entendía. Lo escribí una columna atrás, estoy decidido a no ceder ante la imbecilidad, pero dentro de un aula, solo puedo sentirme deprimido. En fin, hay que leer eso. 

Más importante que todo. Pensando en aquella noche de abril en que decidí iniciar mi tratamiento psiquiátrico de Alprazolam y Sertralina, hoy no puedo creer lo mal que me sentí. En la fortuna que me tiene hoy del otro lado del mundo azorado por lo hermosa e increíble que es la vida. 

La vida. Por aquellos meses, cuando conocí a Ivy, mi hermana estaba hospitalizada. Estaba embarazada de gemelos. Anita, mi sobrina, no lo logró. Aquella tarde, cuando debí decirle a Ivy que no, que no estaba bien en ese instante, recibí correos de amedrentamiento laboral y al mismo tiempo, mi sobrina estaba cada vez más grave. Y no podía más que callarme. Estaba solo. ¿No es eso lo que me había preguntado ella cuando nos enamorábamos: que si me gustaba la soledad? Y le dije que sí, cuando estaba bien. ¿Es eso una respuesta útil? ¿Así es que cuenta un sí en lugar de un no? ¿Es así válido? 

Aquel consultorio de mi psiquiatra es tan nítido. Aquellas luces deprimentes y espesas. Sus preguntas. Cuando me dijo como diagnóstico: ansiedad generalizada. Y me dijo, palabras mías, que mi cerebro estaba frito, sin capacidad para vivir, amar o seguir adelante. Recaptación de neurotransmisores. Eso es distinto a querer quitarse la vida, pero me pregunto a cuantos sin la experiencia o lo que uno sabe, no les habrá alcanzado. No pretendo glamorizar los excesos a cuesta de una enfermedad mental crónica. Pero tampoco satanizaré el alcohol, el tabaco o el sexo como medio para salir avante. Después de todo, es un argumento de la ciencia: no hay estudios concluyentes que digan que, el alcohol, por ejemplo, no sea una barrera como los medicamentos, para el malestar. Los mismos psiquiatras dicen que está bien buscar sexo como una necesidad biológica y para contrarrestar la ansiedad. ¿Por qué hay que justificar esto en pleno siglo XXI? Lo que importa es el consenso. 

El asunto son las herramientas terapéuticas. Ella me dijo: ninguna terapia haría efecto en ti, estabas en fase aguda. Por eso ahora decides parar. Estas mejor, pero necesitas aquellas herramientas que perdiste, a costa de los medicamentos. 

El rayo del sol que quema la ilusión de la realidad es todo lo que veo a mi alrededor. Y tal vez suene ridículo para muchos, pero dentro de mí, sentí que necesitaba alejarme un poco de ese mundo salvaje para escribir esto. 

Comenzaba a sentirme mejor entonces. Triste otra vez para siempre, pero en calma. Volví a pasar los canales de la televisión, entrar a las redes sociales gozando de esa negligente forma tan necesaria de que el tiempo tan solo pase, cuando encontré en YouTube una entrevista con Kristoff. Aquel irreverente de Telehit que resultó ser un genio del cine. Decía: estuve en depresión, logré lo que era mi plan de retiro a los 27. Hablaba del éxito de Matando Cabos. Lloraba. Eran palabras que no tenían peso en nadie más que en él. ¿Quién puede sentirse así por algo tan bueno? Entonces lo entendí, dentro de cada cabeza hay desgracias que no pueden ser pasadas por alto, cada está a punto de la muerte bajo las condiciones propicias. 

Ivy y ‘Patito’ sabían, fueron las únicas que supieron por lo que estaba pasando. El resto, solo permitió que pasara de largo, sintiendo, pensando o creyendo que eran solo modos oscos de indiferencia. Ambas me dijeron: quiero que estés bien, pero no creo que alcanzaran a saber qué era lo que sucedía, la potencia de eso dentro de mí, lo arruinado que podía sentirme cuando debía estar enamorado. Las veces que fui a al futuro, con este tormento que significa pensar de este modo y pensar que no podía mas que hacer daño si no era responsable y tomaba la decisión adecuada. Decisión que solo era una estática, porque eso hacemos quienes padecemos ansiedad crónica. Nos quedamos de pie, esperamos a que todo mejore, aunque no sea tan simple o tan común. El baile entre lo bello o lo terrible. 

No sé qué derecho se tiene ante una enfermedad que efectivamente, lejos del romance de las redes, siempre torpes y vacuas, te invalida. Que te ata, te congela, te maniata. Cuando tan solo conseguir aire, es difícil. Pensar en qué derecho se tiene de quedarse ahí y esperar a que todos aguarden, como sucede con un autista que no entiende lo que pasa a su alrededor y les toca a los demás ser prudentes porque en esos arrebatos nosotros no lo somos; no podemos. No sé si sea parecido. Qué derecho se tiene a no ser abandonado sin paciencia alguna. Creo que quienes pasamos por esto pensamos en el pasado por tortuoso que sea, porque ese es un lugar seguro: es el futuro lo que nos aterra, lo que nos desestabiliza, lo que nos hace mantener empleos de mierda, amigos insensibles, relaciones fugaces, regresar a lo habitual pues eso nos da estabilidad. ¿Entender eso no sería un protocolo urgente?, ¿que quienes te rodean pudieran tan solo notarlo? Golpearse en la cabeza y decir estoy bien. Tal vez ahora se explique porque era un brinco importante tomar un avión y escribir, una semana después, dejando de ser un paseante, cómodo, seguro. Porque eso es lo que no tenemos. Uno busca, siempre, salir adelante. No es lo mismo sentir que desear. 

Venga. Tengo un suspiro en el pecho. Podemos hablar de amor después, en que el amor es un perro del infierno cuando en una plaza tapiada de gente, sientes que no alcanzaras a ser suficiente dentro de tu cabeza, que esto te rebasará y harás infeliz a esa persona. ¿No es eso lo que creen que es el amor, el egoísmo de la posesión y la abolición de la soledad? Un amor de cobardes. Un perro del infierno que ves todo el tiempo en la cara de personas nada más llenando sus propias ruinas. La consideración es otra suerte de amor, más allá del cuerpo. Saber que, en los silencios, alguien esconde sus propios demonios y porque sabes lo difícil que es contemplarlos, en calma, la calma que ni tú tienes, esperas, aunque te halles a solas luego. Saberlo, y quedarse en pie a pesar del miedo a lo que viene, puede que sea más valioso que los besos y las caricias. Las anécdotas y las fotos. 

En esa cita, Ivy me dijo, ya no puedo usar falda en los camiones y me preguntó si me gustaba estar solo. Y no sé qué pensar sin saber donde está. También me preguntó si podía enamorarme de ella. Todo es una irremediable sospecha sin derecho. Cierta tristeza solemne y secreta.