LA CEREZA DEL PASTEL
La primera pregunta que siempre hago al momento de iniciar algún curso sobre museología, está encaminada a conocer la impresión –sincera– que tienen mis estudiantes sobre el tema. Ciertamente, muchas veces, el simple hecho de tomar el curso ya me refiere un interés genuino por conocer sobre el mundo de los museos; sin embargo, el cuestionamiento ha abierto la puerta para que los integrantes compartan con los demás compañeros remembranzas de la infancia, travesuras de la escuela y emociones de la juventud. Cada uno de sus relatos, aunque no lo imaginen, me inspira pues, justo me hace pensar que las manifestaciones culturales no sólo son la cereza del pastel en proyectos focalizados, sino parte de la vida del ser humano, en ese reducto innegociable de la expresión y el autoconocimiento.
En los orígenes de la humanidad, se habla de prácticas que marcaron nuestra evolución: cocinar con fuego, inventar la rueda, desarrollar la agricultura, enterrar a nuestros muertos y una cuya identificación ha cobrado fuerza: la posibilidad de ayudar a otro. Margaret Mead, reconocida antropóloga estadounidense del siglo XX y precursora del término género, en una ocasión explicó a sus alumnos que el primer signo de civilización en una cultura antigua era el hallazgo de un fémur fracturado sanado, pues implicaba que alguien se había preocupado por ayudar a sanar al sujeto lastimado. Todos estos referentes hoy están ligados a las prácticas culturales, ya no nada más se trata de cocinar con fuego sino todas las implicaciones que el acto mismo de cocinar conlleva. O el caso de los entierros, sencillamente, la cultura mexicana del sur del país no se explica sin las tradiciones en torno al Día de Muertos.
En la mirada del pasado remoto, las pinturas rupestres pueden ser consideradas como una manifestación artística muy temprana en el tiempo de la humanidad, relacionada, posiblemente con actividades de carácter mágico-religiosas tal como sucede con las danzas tribales de milenios antes de Cristo. En el caso del coleccionismo, por ejemplo, existen autores que refieren a prácticas como la colección de heces fecales, también en los albores de la Historia. Esto nos lleva a imaginar que las manifestaciones artísticas que hoy identificamos como las artes escénicas, la plástica o el coleccionismo, han acompañado nuestro andar en la Tierra desde que evolucionamos en comunidades y civilizaciones, resultando poco probable que esta dúa concluya.
Durante las etapas más difíciles de la pandemia causada por el Covid-19, durante el cierre y cancelación masiva de actividades y espacios; la danza, la música, los museos e incluso las obras de teatro se hicieron más presentes. Si bien, el daño a la infraestructura cultural resultó mortífero: por ejemplo, cerca del 3% de los museos en el mundo ya no volvieron a abrir sus puertas, el consumo cultural se hizo presente. Desde personas cantando ópera en las calles de Italia hasta familias enteras replicando cuadros famosos con materiales en casa y qué decir de plataformas virtuales que, si bien nunca pudieron competir con la experiencia de un teatro, significaron una solución para mantener activos tanto a los artistas como a sus espectadores.
El mundo artístico, a pesar de los debates del clasismo, la segregación y las vueltas que da la vida, si pensamos en, por ejemplo, el tango o el flamenco, hoy considerados patrimonio cultural intangible de la humanidad, después de haber nacido en las comunidades más pobres o lejanas a la alta cultura, forma parte de las civilizaciones tanto en práctica como discurso. Se vuelven escapatoria a través de la expresión, pero también, mecanismos de control e incluso, estrategias de guerra. Observemos, por ejemplo, las noticias internacionales desde el inicio de la invasión rusa en territorio ucraniano. Por un lado, como parte de la resistencia ucraniana, el gran heroísmo de esta contienda, las personas han utilizado la música y la danza para sobrevivir mientras se resguardan de las bombas; mientras que, en un boicot que considero aún muy debatible, se ha cerrado la puerta a los artistas rusos. De hecho, en el tema de los museos el escándalo no es menor: instituciones europeas deben regresar sí o sí piezas en préstamo que tenían de colecciones rusas y viceversa. Generando con ello, fracturas en programas culturales de cooperación internacional que no abonarán en la reconciliación social Europa-Rusia de la posguerra.
¿Qué relación tienen las pinturas rupestres encontradas en Francia con los arrabales argentinos y el distanciamiento diplomático entre museos? Y ello, con los recuerdos de mis alumnos: a este intento, quizás ingenuo, de justificar por qué la cultura no es solo el corte de listón para la fotografía, pues se trata de la humanidad misma. La creación de programas culturales y el mantenimiento y fortalecimiento de infraestructura cultural debiera ser una política transversal enfocada a la misma concepción del derecho a la cultura como una gran suma de derechos, entre el que se encuentra la expresión. Por otro lado, también debiera considerarse como motor económico –si acaso existiera duda, la economía francesa podría ser un buen referente de la importancia para sus arcas del consumo cultural–; así como una piedra angular en la construcción de territorios de paz y reconciliación. No porque se escuche bonito ya que, en la realidad, la dinámica social se ha movido con y en el discurso del arte.
No podemos borrar el sello clasista de la cultura ni teñirla de rojo con una bandera que ha terminado por censurar el arte como lo hiciera el socialismo tanto en la Unión Soviética como en el pasado reciente chino. En realidad, así como observamos el fémur roto y sanado, entendiendo las implicaciones que su sanación tiene para la civilización, debemos comprender, planificar y promover al arte para descubrir y construir así, otro tipo de sanación y civilización.
Mis alumnos, al terminar la sesión, solían preguntarme cuál era mi primer recuerdo de un museo. Con una sonrisa, les contestaba la más bonita anécdota de mi infancia, aquella que me marcó el corazón: los domingos solíamos ir a un museo y de ahí a comer. Cuando había dinero, el viaje era a la Ciudad de México, para mí significaba toda una aventura, una donde era feliz. Así cada vez que pienso en alguien entrando a un museo, me imagino cómo su corazón late al compás de diferentes emociones, en esa búsqueda silenciosa, a veces disfrazada, de la felicidad, sea lo que esto signifique.