La chica del Museo

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Existe una anécdota que suelo compartir cuando me

cuestionan sobre mi profesión de museóloga…

Tenía 19 años, representaba una muchacha tímida para relacionarse con los chicos, pero parlanchina si se trataba de hablar sobre los contenidos de los libros. No podría llamarme cuatro ojos, puesto que aún no he necesitado lentes; ni tampoco ratón de biblioteca… pero sí completamente sumergida en mis sueños de escritora. Era verano y mi primera vez que visitaba Europa. ¡Qué lejos me encontraba de imaginar cómo mi vida se configuraría en la poesía de su geografía! Llegamos a París, a la Torre Eiffel y mis primeras palabras en francés. Debíamos decidir entre visitar el Museo del Louvre y su famosa Mona Lisa o utilizar la mañana para pisar otro recinto.

¿Quién sería yo para cambiar la osadía de mi carácter? Así pues, convencí a mis padres que mejor visitáramos el Museo de Orsay que había conocido por primera vez en una publicación de mi infancia que solía ser de mis favoritas… Saber ver: una edición noventera dedicada a la historia del arte, misma que solía gustarme por las formas y los colores, aunque no entendiera muy bien su contenido. Al ver la fila para entrar al Louvre –todavía no existía el sistema de compra en línea– mis papás no dudaron en hacerme caso. Y con ello, a mi propio destino.

El Museo de Orsay es uno de los museos nacionales de Francia, cuya vocación está orientada al arte del siglo XIX y principios del XX. Cronológicamente su colección va de 1848 hasta 1914 con el inicio de la Primera Guerra Mundial. Periodo que no sólo incluiría lo que pasaría al tiempo de la memoria de la humanidad como la Bella época sino, además, donde surgirían los movimientos artísticos que sentaron el inicio y las bases del arte moderno, entre ellos, el impresionismo. En palabras más sencillas, el d’Orsay conformaba una continuación en la Historia del Arte que representaba el Louvre. Su sede se trata de una antigua estación ferroviaria inaugurada en el contexto de la Exposición Universal de 1900 que, en los años setenta, en desuso y con amenaza a su destrucción o uso comercial, fue salvada para convertirse en museo. Así surgió, muchos años después, el bien llamado museo de los impresionistas.

En mi primera visita al d’Orsay, tuve la sensación de encontrarme en una inmensa galería con viejos conocidos. Amigos que me acompañaron en mis años de preparatoria cuando descubrí la materia de Historia del Arte. Una buena noche, estrellada como me gusta recordarla, mi padre me llevó un CD, leerlo en su computadora. Me pidió que me sentara a su lado y empezamos a ver distintos cuadros, los cuales identificaba con naturalidad, como si los tuviera grabados en la mente, aunque en realidad, se encontraban en el corazón.  Sorprendido, me preguntó cómo sabía los nombres y entonces confesé mi amor temprano por el arte, en especial, los impresionistas. Así, aquella mañana, parisina, al entrar al recinto, lo primero que visualicé fue el Angelus de Jean-François Millet, representante del realismo –antecedente, justo, del Impresionismo–. Lo que más me gustaba de esa  obra, y, de hecho, lo sigue haciendo, es el tono oscuro contrastante con la paleta utilizada en el cielo. Concibo en esos contrastes una bella metáfora de la anunciación sobre lo que se trata la vida.

El Impresionismo es considerado el momento de partida del arte moderno y contrario a lo que pudiera pensarse, los famosos impresionistas distaban mucho de ser una corriente única, claramente identificada. Más bien, cada artista dio un sentido a su obra, a partir de reflexiones sobre el efecto de la luz en las formas y la percepción del paisaje; la posibilidad de salir a pintar fuera del estudio y los temas de academia además del uso de una paleta de colores más claros y tenues. El resultado, un sol que nace, catedrales que se pintan de distinto color de acuerdo con la posición del sol, bailarinas que salen del anonimato y personas comunes bailando en un merendero de Montmartre. ¿Cómo cambió esto al mundo del arte? Ellos abrieron la posibilidad de concebir al arte más allá de un retrato de la realidad, más bien, como una interpretación de ésta, ya sea a través de la luz, el color, las formas, o décadas más adelante, los sueños.

Caminé por las salas, hasta llegar a la tierra prometida. En ella, fui recibida por una escultura de una bailarina de 14 años, obra del artista Edgar Degas. Y de ahí, otros viejos amigos como Monet, Manet, Renoir y un tímido Van Gogh me saludaron. Fue justo en ese encuentro cuando lo supe, no con la mente sino con el corazón: ese era mi mundo. Aún, casi veinte años después, mi pecho de estremece al cerrar los ojos y recordar aquella sensación. Al regresar de Europa busqué a mi maestro de Filosofía de la Ciencia, por cierto, uno de los fundadores de la Biblioteca digital Redalyc, y le conté que deseaba dedicarme a los museos; entonces me sugirió que buscara textos sobre museografía y museología. El destino en forma de caja se abría ante mis ojos.

La museología es la disciplina que estudia a los museos, tanto en sus lenguajes expositivos, como en su gestión, operación, funcionamiento interno e impacto en la sociedad. La museografía, por su parte, es el acto de concretar el discurso expositivo en técnicas de montaje y decisiones que versan sobre la iluminación, la disposición de objetos, la conservación preventiva, diseño de cedularios y creación de ambientes. Además, existen otros términos como la restauración de piezas, el comisariado de exposiciones y la curaduría de estas. Esa fue la caja de maravillas que en ese tiempo se abrió para mí. Bien decía María Dueñas en El tiempo entre costuras, el destino es la suma de decisiones que tomamos en nuestra vida y en aquel lejano 2002, tomé una de las mejores de mi propia vida.

El Museo d’Orsay fue acondicionado a principios de los años 80; abriendo al público el 9 de diciembre de 1986. En la más mística ironía del diario de mi vida, ese mismo día yo cumplía tres años. Me gusta saber que mi museo favorito, de esta chica del museo como me llamaban mis compañeros durante la universidad y los estudios de maestría, había nacido el mismo día que el museo donde su vida había tomado rumbo. En el 2022, de acuerdo con lo que recientemente publicó el Consejo Internacional de los Museos, el tema museológico del año se centrará en el poder de los museos en la sociedad. Dos décadas después, en la poesía de los sueños cumplidos, puedo dar testimonio de ese hermoso poder.