Más que una simple taza de té

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Hace unas semanas, como parte de las prácticas en mi Doctorado en Seguridad Internacional, visitamos el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles. No, no vi huaraches que se confunden con tlayudas ni comerciantes ambulantes: más bien grandes contingentes trabajando a marchas forzadas para la inauguración que estaba pronto a efectuarse. En el largo trayecto para llegar, mis compañeros y yo mantuvimos una interesante discusión sobre las tradiciones, las costumbres y la protección del patrimonio cultural en casos de guerra. Uno de ellos, desdeñó la importancia del patrimonio cultural durante un conflicto armado y puso en tela de juicio el papel y vigencia de las tradiciones y las costumbres.

Cuando llegamos al complejo aeroportuario y comenzamos el recorrido, primero por la ciudad militar con casas, escuela y plaza comercial, pasamos por la zona de los museos, no solo el del Mamut o el de la Aviación Mexicana, este último impresionante desde su patio de recepción, sino también por los vagones históricos que ya habían sido instalados con supervisión del INAH. Nuestro guía, amable y convencido del proyecto, no pudo escapar el comentario primero hicieron los museos que adelantar al aeropuerto, en fin, era importante recuperar el patrimonio cultural del lugar. El silencio se hizo presente y el patrimonio cultural, ese que minutos antes había sido menospreciado, pareció sentarse triunfante como colofón de la discusión. Al final de la tarde, no sólo se trata de historias o de objetos, sino de la búsqueda comunitaria de la identidad.

La definición de patrimonio cultural como toda la gestión de éste, forma parte de las concepciones de la posguerra y en gran medida, está inspirado y ha cobrado vida gracias a los mecanismos de cooperación internacional en temas culturales, liderado por la UNESCO. Esto no quiere decir que antes, la humanidad no habría tenido patrimonio que proteger o difundir, sólo, no estaba sistematizado su estudio y creación de programas para su conservación a nivel internacional. Pensemos, por ejemplo, en el caso de México, la creación del Instituto Nacional de Antropología e Historia se da en el año de 1939 mientras que la UNESCO, organismo especializado de la ONU para Difusión y Promoción de la Educación, la Ciencia y la Cultura inicia sus funciones en octubre de 1946.

El patrimonio cultural son todos los objetos, bienes muebles, videos, fotografías, usos y costumbres que representan la forma de vida, pensamientos, historia y creencias de una comunidad. Es un bien compartido que justo se entrelaza en el tejido de la identidad. Por mucho tiempo, nada más los objetos o los edificios fueron considerados como patrimonio cultural, pero a principios del siglo XXI, cobró fuerza el concepto de patrimonio cultural intangible, es decir, los usos y costumbres que también dotan de identidad a una comunidad. Casos de este último tipo de patrimonio son la gastronomía, la danza, técnicas artesanales o costumbres como la celebración indígena del Día de Muertos. Ahora bien, producto de una estrategia de salvación de sitios de gran valor cultural y que se encontraban en peligro a causa de expansiones urbanas o regímenes dictatoriales, surgió la figura de Patrimonio de la Humanidad, sitios que, por su riqueza de significado, valor cultural e importancia histórica, son considerados como un bien que pertenece a todos.

De nuevo, un ejemplo de casa: la cocina mexicana. Las ventajas de estas denominaciones, además de cumplir un sueño internacionalista, son los apoyos financieros que pueden generarse, así como el efecto positivo en términos turísticos y de marca. Resulta más fácil y atractivo promocionar sitios Patrimonio de la humanidad, como si existiera un pasaporte especial para conocer las maravillas culturales del mundo.

Más allá de estos esfuerzos, que, sin duda, como todo lo que sucede en la ONU, posee sus claroscuros, se encuentra el poder del significado de las cosas, el destino de estos y su valor para la comunidad. Hace años, en una campaña de sensibilización sobre la destrucción del patrimonio cultural sirio, la UNESCO lanzó un video El valor del patrimonio en el que preguntaba a varias personas, de diversas latitudes, sobre elementos representativos de su país; en las narraciones aparecieron los guerreros de Terracota de China, la mezquita de Charminar en India o los espíritus de Nigeria representados en tatuajes. Después de la descripción minuciosa y entusiasmada de los entrevistados, se les cuestionó sobre qué sentirían si no pudieran tatuarse esos espíritus o los espacios descritos fueran destruidos o simplemente, un día, una persona llegara y prohibiera danzar o hablar de la forma tradicional de un lugar. La alegría que antecedió a la pregunta se esfumó, sencillamente, no podrían imaginarse el mundo sin aquellos lugares, o sin la posibilidad de vivir sus tradiciones.

En mi Doctorado, donde justo abordo el tema de la destrucción intencional de patrimonio cultural en tiempos de guerra, en una ocasión plantee un caso cotidiano para poder compartir con mis compañeros, militares y especialistas en materia migratoria y consulados, la importancia del patrimonio, a través de una taza de té. Quizás si solo se trata de la taza de té que me heredó mi abuela, sufriré cuando se rompa o le suceda algo, por la carga emocional que para mí poseía el objeto. Pero si lo que se rompe es la taza de té de toda una comunidad, misma que representa sus anhelos incluso en el futuro, el dolor es compartido y el efecto devastador se multiplica.

El museo de la inocencia de Orhan Pamuk, más allá del catálogo objetual de una historia de amor, donde el protagonista canaliza sus sentimientos en la colección de piezas que alguna vez fueron tocadas o pertenecieron a su amante, resulta una bella imagen del poder de los objetos. Cuando nos los apropiamos con el posesivo de nuestra propia historia, sus materiales se convierten en el elemento que otorga consistencia a la memoria. Es como si al tocarlos, dejáramos en ellos el susurro del destino que vivimos. Al pasar los otoños y las generaciones, ese susurro se mantiene fiel, sólo que ahora pertenece al pasado y aún más, a un pasado que nos importa… Con el que nos identificamos… El que heredamos en ese patrimonio que a veces es desdeñado, pero cuya ausencia duele como el campo ensangrentado de la guerra o la tierra destruida por el hambre. De ahí que, efectivamente, no nada más se trata de una taza de té, sino de lo que representa.