Somos guardianes no agresores
Los niños son seres humanos de pleno derecho. Es algo tan obvio que no debería ser preciso recordarlo, pero aún al día de hoy, incluso en países como el nuestro, sigue siendo necesario poner sobre la mesa la problemática de que cuentan con los mismos derechos, incluso más que cualquier adulto; son merecedores del mismo respeto que cualquiera con edad para votar o conducir.
Demasiadas personas, también muchas que en un plano teórico jamás discutirán que hay que proteger y cuidar a los niños, en el día a día no los tratan como iguales, no los respetan, ejercen distintos tipos de violencia sobre ellos, asumen en demasiadas circunstancias que son ciudadanos de segunda o han interiorizado que sus hijos son de su propiedad.
Sin entrar en graves vulneraciones, que podrían considerarse delictivas hay demasiados ejemplos cotidianos de lo que cuento.
Sigo sin entender cómo es que, en pleno 2020, se siga justificando tanto el educar a los niños mediante la violencia física. Son legión los que dicen que no pasa nada por tirar de cachete, pellizco o coscorrón. Claro que pasa. Es una agresión y no dice nada bueno de los que la justifican. La mayoría de los que quitan hierro a pegar a un niño, no defenderían pegar a otro adulto, nuestra pareja, padre o compañero de trabajo, para corregirle o porque nos ha hecho perder los nervios.
Es nada más un ejemplo, uno obvio, pero hay más. Les gritamos, les insultamos, tiramos con ellos de chantaje emocional, les prohibimos el acceso a determinados sitios porque molestan, les castigamos sin proporción ni remordimientos, no tenemos en cuenta su opinión o los forzamos a comer sin tener en cuenta sus gustos y apetito.
Educar, establecer normas, que entiendan que sus actos tienen consecuencias, no sólo es positivo y necesario para ellos, también es nuestra obligación. Y es algo perfectamente compatible con tratarlos con respeto, no hacerles nada que no haríamos a otro adulto, teniendo siempre su bienestar como prioridad.
Somos sus guardianes, pero no son nuestros para hacer con ellos todo lo que nos parezca oportuno.
Es nuestra obligación reflexionar sobre nuestros modos de proceder, nuestras creencias, por arraigadas que sean. Es inteligente ponerlas en duda, no perpetuar sin pensar lo que nosotros vivimos siendo niños, no dar nada por sentado en nuestra relación con ellos.