Un día especial
Hoy es un día especial. No sólo por la geometría de los números: once del once, sino por las amapolas rojas que cubren los campos ingleses y canadienses; aunado a la fiesta en las calles de Varsovia o Cracovia, y los discursos en nombre de la Victoria en territorio francés: conmemorando aquello que mantiene viva la presencia del hombre aún en su ausencia: el recuerdo.
El 11 de noviembre de 1918 concluyó la Primera Guerra Mundial. Es verdad, en el mundo han pasado tantos conflictos y horrores bélicos que, el recuerdo de aquel momento se ha difuminado en las páginas del tiempo. Poco queda presente en el pensamiento de que, justo con aquel armisticio, se direccionaba el futuro mientras que el pasado era defintitvamente cancelado. Y es que justo la Gran Guerra, como se le conocería al conflicto, marcaba el fin de aquella Bella Época de progreso con el que se había inaugurado el siglo; y sin estar tan consciente de ello, también delimitaba el camino para los regímenes autoritarios que sumergerían al mundo, dos decádas después, en un un conflicto peor. En alguna ocasión, en una clase de Historia, comentábamos las consecuencias de la Primera Guerra Mundial y un compañero, con certeza, respondió: la Segunda Guerra Mundial… A esto me refiero con el camino hacia un futuro cuyo descenlace conocemos.
Existe una novela bestseller americana titulada La luz que no puedes ver de Anthony Doerr que de hecho, le mereció el premio Pulitzer en el 2015, ambientada en la Europa de la Segunda Guerra Mundial. Si bien la historia parte de dos personajes, una chica francesa y un joven alemán –en un juego bastante inteligente para presentar los dos frentes iniciales del conflicto– en las primeras páginas retrata escenas que describen cómo vivían los alemanes antes de que Adolfo Hitler subiera al poder. Desafortunadamente, las condiciones precarias en las que quedó Alemania después de la Primera Guerra Mundial y ante la ferocidad de los ecos del Tratado de Versalles, sumado a la crisis mundial, llevó a la mayoría de los alemanes a vivir condiciones de pobreza y hambre que se convirtieron en el abono perfecto para el terreno del régimen autoritario y fascista en que se convertiría el Tercer Reich. Werner Pfening, el chico alemán, recordaba su infancia en torno a la comida… un día debían compartir la salchicha en el orfanato y de repente, en otra mañana, que parecía más soledada, podía comer una ración completa mientras los llamaban a reunirse en la plaza para escuchar a los jóvenes que seguían al Führer. Si bien, esta pieza literaria que lleva al lector conmovido entre el amor a la vida y las palabras que reverberan en el tiempo, no deja de ser ficción literaria, la historia de la humanidad a veces se anotoja esa ficción en escenas tan banales como una salchicha que puede comerse en una porción entera.
Los museos de la Primera y Segunda Guerra Mundial en toda Europa llegan a convertirse en imágenes para el corazón. Hace muchos años, cuando visité el Imperial War Museum en Londres, dedicado en su mayoría a narrar los sucesos de las dos grandes guerras, una de las salas apostaba a un interacción inspirada en el set de una película. En lugar de caminar por la sala y transitar los ojos entre vitrinas, el visitante debía pasar por trincheras mientras escuchaba los disparos y lo que me atrevo a denominar sonidos de guerra. Por supuesto que apelando a la seriedad de su discurso, en otras áreas del periodo, el museo explicaba con minucioso cuidado el concepto de la instalación: cómo las trincheras habían cambiado el rumbo de la guerra que muchos esperaran sólo durara unos cuantos meses, y que se alargó cuatro años más, sin novedades en el frente, sin novedades de paz.
El 11 de noviembre a las 11 de la mañana, la Mancomunidad Británica de Naciones dedica uno o dos minutos al silencio. En él, buscan recordar a todos los soldados que murieron en la defensa de sus naciones. El símbolo que portan los asistentes a las ceremonias, encabezadas por la Reina, es una amapola roja que recuerda a estas flores que crecen en las tumbas de los soldados caídos y en las palabras que justo con ese silencio se entrelazan al poema In Flanders Fields escrito por el médico militar canadiense John McCrae en honor a su amigo y antiguo alumno muerto en batalla, durante la Primera Guerra Mundial. Si faltáis a la fe de nosotros los muertos, jamás descansaremos, aunque florezcan en los campos de Flandes, las amapolas.
El 11 de noviembre, después de mi cumpleaños, es mi día favorito. Quizás porque en este llamamiento al recuerdo, llevo hilvanado momentos que justo he vivido a través de la memoria. A mi generación, las dos Grandes Guerras Mundiales llegó con los libros de textos y las películas en el cine. Pero en el corazón se entrañó con los relatos de mujeres y hombres quienes vieron partir sus historias al frente de batalla; narraciones que adquirieron forma en los objetos y relatos que son expuestos en museos y memoriales. Honestamente, no sé bien cuando inició ese afán mío de entender qué le había sucedido al mundo entre 1918 y 1945, o quizás un poco antes, cuando los avances científicos, las ideas de justicia social y la emancipación de las mujeres rodando con las biciclietas, hablaron de la promesa del progreso.
No soy Europea y hoy, parece un día común en un mundo de demagogos, políticas autoritarias y una sociedad que sucumbe entre el cambio climático y el resurgimiento de los nacionalismos. Sin embargo, sí soy de esa generación que muy pequeña, apenas una niña, creyó que con la caída del muro del Berlín, un nuevo siglo nos esperaba. Quizás el error de la humanidad ha sido desdibujar su recuerdo: no por el miedo a la repetición, sino por la pérdida de la esperanza. Esperamos no repetir jamás aquello que nos robó el aliento, entre amapolas rojas y sueños de paz.