AQUELLOS FINES DE CURSOS
¿Se acuerdan?
El uniforme limpio, planchado, el escudo de la escuela bien cosido en la camisa, salivazo a los zapatos y untar al cepillo algo de grasa que les quitaba el polvo de aquellos lodos, vaselina en el pelo. ¡Y a los exámenes de Gimnasia y de Coros!
Todo el mundo corriendo para llegar antes del último toque, aunque en el fondo supiéramos que en este colofón había más benignidad: Al fin que ya recorrimos toda la ruta, imposible que no nos dejen pasar la meta.
Eran los fríos de noviembre. El calendario escolar iba con el calendario de Galván: fin de año en la escuela, fin de año temporal. Ya habían pasado los durísimos exámenes de las materias y ahora era lo que nos gustaba: marchar rítmicamente, mover las manos, golpear mancuernas o cantar.
Era impresionante, para quienes nos oían y más para los que cantábamos, escucharnos con otros 300 tenores, vocear inspirados: son las redes de plata un encaje tan sutil mariposas… O aquella de Joaquín Pardavé: Varita, bonita, varita de nardo, cortada al amanecer…
Las madres casi lloraban y el maestro Siles, amante, magnifico músico, emocionado, sopesaba la ovación.
O la gimnasia: Uno, dos, uno dos, desde la entrada parecíamos soldados. Si ahora nos vieran los mejores marchadores palidecerían de envidia.
El capitán Becerril nos ordenaba con la mirada. Ya estamos con exactitud matemática repartidos en el patio. Empezaba la tabla gimnástica a tiempos perdidos… sin que nadie se perdiera. Íbamos contando mentalmente, 13, 14, 15, 16. ¡Cámbio! Uno, dos, tres… ¡Que tablas gimnásticas! Se terminaba sin error y al ir saliendo al compás de la marcha de Zacatecas, la sonrisa era el signo común de todo el infantil batallón. Nunca hubo –según recordamos– un grupo que en Gimnasia y Coros no obtuviera un sonoro diez.
Y luego venía la sentida despedida a los de Sexto Grado: Que se van como palomas del nido… que adiós, mis hijos, decía la maestra a punto del llanto: Irán surcando la vida… con el recuerdo. Y los que salíamos de sexto, de la mano del adulto, entre tristes y orgullosos, sentíamos el dolor de separarnos para siempre de algo querido.
Al paso del tiempo, como recordamos con gusto y tristeza todo eso y a nuestra escuela Lázaro Cárdenas.
¡Ese certificado de Primaria cómo lo quisimos! Era como si fuéramos entendiéndonos con la vida. Era saber que todo esfuerzo tenía un premio. Y al despedirnos de la escuela, aprendíamos que a lo querido, en la caprichosa vida alguna vez tenemos que decirle adiós. Un día se despedirá uno para siempre, hasta del vivir, fugazmente lo pensamos.
Aunque habíamos añorando este momento, porque significaban dos meses de asueto, de juegos, de holganza, sentíamos un nudo en la garganta al dejar el último salón de clase, al querido salón de actos y a nuestros inolvidables maestros.
Y si influían los libros Corazón, diario de un niño, de Edmundo D’Armicis, ya nos había puesto tristes desde antes, desde al vivirlo en quinto grado al leer la despedida de la escuela. Y era verdad que allá afuera estaban los charcos, los pipioles, los partidos de fut en la calle, pero por lo pronto ¡Que tristeza, señor!
Era verdad que en esos dos meses habría posadas, Navidad y no teníamos que bañarnos, pero también ¿Por qué tener que decirle adiós a la escuela?
Y si aquí en la ciudad eran alegre tristes los fines de año escolares en el medio rural, la dosis de ternura era mayor:
La escuelita con techo de teja y por nombre Benito Juárez ya tenía la tarde anterior adornada la entrada. Papel de china picado y festón. El sonido que prestó la iglesia dejando escuchar Las Coronelas, Amorcito Corazón o un movido mambo.
–¡Se invita a todas las personas para que vengan a la fiesta de fin de cursos!– se escuchaba en los intermedios musicales.
Y de las casas ya venían la tehuanas, los chinelos, las norteñas, los jarochos con su blanco traje: y cada salón era un camerino de teatro. Los últimos toques a las chapas de las niñas…
– ¡Abróchate bien las botas, muchacho! ¡A ver, vayan a la casa de Panchita, si no, Luis con quién baila! Y era el torneo por ver qué maestro quedaba mejor, porque en sentido recto y figurado, todo el pueblo estaba ahí, hasta el Señor Cura acompañando al director y al delegado municipal.
Y empezaba la fiesta… kilométrica, pero democrática y llena de ternura donde todos participaban y en donde se era benévolo con el error. Que aquel payasito de primer año se equivocó. Ja, ja, ja, ¡que simpático!… y a aplaudir.
Y al final, las palabras de todos, los ramos de flores, el mole en las casas, el arrebatarse al maestro –ahí sí, maestro querido–. Véngase pa’cá, ¡no, conmigo! Las bendiciones del cura, las copitas del papá:
– Miren–, ¿no les parece que cualquiera se sentiría ora sí que orgulloso? Y enseñaba el certificado de sexto del hijo mayor.
En tanto, en la ciudad o en el campo, la escuela que se queda vacía. Unas hojitas pisadas, los salones sin ruido, el despeinado festón, el recuerdo perdido… el querer llorar.
SALUD.
