DE LA SANTA INQUISICIÓN
Monja y casada, virgen y mártir es una novela cuyo eje central es la Santa Inquisición, institución terrible en México —cuentan— no fue tan mala como en España. Sujeta a acuerdos que venían de allá no podía ser tan mala repiten una y otra vez. Vicente Riva Palacio escribe en esta magnífica narración: El mundo debe al Papa Inocencio III la creación de este Tribunal en 1216, cuyo primer inquisidor fue Santo Domingo de Guzmán, y México en el año de 1571 recibió del cardenal Espinosa, inquisidor general de España, esa institución, siendo primer inquisidor don Pedro Moya de Contreras, que fue después Arzobispo de México. La Inquisición tomaba como modelo de sus juicios, y con arreglo a eso procedía, del juicio que, según ellos, formó Dios contra Adán y Eva, y así lo probaba con mil copias de razones don Luis de Páramo Boroxense, arcediano y canónigo de la santa iglesia de León e inquisidor del reino de Sicilia, cuyo libro gozaba de gran crédito y servía como de texto para la resolución de grandes dudas.
Este instrumento creado por el demonio —si hemos de pensar que existe—, pues los males que se sucedieron por su culpa están regados en Europa y América. No es un tema menor, de ahí la importancia de las dos novelas magníficas escritas por nuestro narrador: Monja y casada, virgen y mártir y Martín Garatuza representan esa visión de aquellos siglos que desde 1571 se impuso en la Nueva España y hasta el sur en lo que hoy es Argentina, Chile y el Perú, entre otros territorios dominados por el imperio español y por la iglesia. En la revista Historia / National Geographic me permito citar la editorial escrita por su director José maría Casals: Se decía en las tabernas de Madrid y en los pasillos del Real Alcázar, pero siempre en un susurro y mirando a un lado y otro antes de hablar. El rey estaba preso por un encantamiento. La voluntad de Felipe IV pertenecía a Olivares, su todopoderoso valido, que le había secuestrado con un hechizo. Después del 23 de enero de 1643, cuando (presionado por los innumerables rivales del conde-duque) el rey desterró a su ministro, los rumores se dispararon. Por la capital corrió una poesía que atribuía a Olivares el haber tenido un diablo dentro de una muleta para que lo ayudara; era la muleta en la que se apoyaba el valido, obeso y enfermo de gota. Incluso un fraile denunció ante la Inquisición de Toledo a otro, fray Valeriano de Figueredo, porque éste se vanagloriaba de llevar un familiar (un espíritu demoniaco) en una muletilla perteneciente antes al conde-duque, con la que superaba cualquier dificultad. En este ambiente de credulidad, de fe simplona en lo sobrenatural, de convicción ferviente en la existencia del mal, medró la Inquisición —la policía ideológica de la España imperial—, Su largo brazo golpeó durante trescientos años a todo enemigo de la Santa Religión y la recta moral: hechiceros, brujas, blasfemos, judaizantes, herejes, homosexuales… Todo el mundo podía ser sospechoso. Y todo el mundo podía convertirse en cómplice de la represión, en delator, como la joven Mari Pérez, una morisca de Almagro que en 1606 llevó a la hoguera a su propio padre. En el reino de la sospecha, del mundo visto en dos dimensiones —nosotros y ellos, cuando creemos que el mal habita en quien es diferente, podemos llegar a perder nuestra propia humanidad. Como Mari Pérez. La Santa Inquisición fue lo que las dictaduras de Hitler, Mussolini y Stalin los mismos temas de delación, de familiares por familiares, de amigos por amigos, de vecinos por vecinos. Es decir, en un fenómeno al que estos seres monstruosos llevan a toda sociedad con el objetivo de que perdamos nuestra humanidad.
No es pues motivo banal el asunto en que Vicente Riva Palacio y Guerrero se meta a tratar en el siglo XIX los terrores cometidos en México por la Santa Inquisición. Para ese siglo el poder de la iglesia era inconmensurable; precisamente en esas décadas del siglo citado la lucha por crear un estado laico sustentado en las normas y no en creencias religiosas de cualquier tipo, así que la publicación de sus magníficas novelas ha de ver sido un telúrico movimiento espiritual, lo que no es poco y mucho más merece nuestra admiración: de entrada, seguro fueron novelas prohibidas en todo el ámbito de la iglesia en México y más allá de nuestras fronteras. Cita Riva Palacio en Monja y casada, virgen y mártir: Los que niegan que la Inquisición en México quemara multitud de personas, no tiene, sino que recurrir a los autos de fe que corren impresos por todas partes. Y se procedía con tanta diligencia, habiéndose fundado la inquisición en México en 1571, en 1574 se celebró ya el primero y solemne auto de fe, al que se llevaron ochocientos penitenciados de ambos sexos, quemándose unos en efigie y otros en cuerpo, unos vicos y otros después de ajusticiados. Citado esto en su novela donde doña Blanca vive desde la huida del convento los peores hechos para mujer bella y joven que no merecía, ciertamente, tal destino.
Con agilidad admirable relata los hechos, en que la monja escapada del convento sufre en las terribles manos de los inquisidores con una enajenación por su papel de salvadores de la pureza religiosa, y que no es otra cosa, que los males que al paso de los siglos se suceden con nazistas, fascistas o estalinistas. Por no citar a múltiples dictaduras o regímenes autoritarios que son la pesadilla de la humanidad en el mundo.
En el capítulo VII Riva Palacio escribe: En donde se prueba que un arzobispo podía sacar una ánima del purgatorio pero no un acusado de la Inquisición. Sí, los estudios sobre el tema le permitieron a Riva Palacio, un escritor de vocación y de gran talento, por eso trata el tema en el capítulo VIII De lo que pasó en las cárceles del Santo Oficio, y comienza: en las celdillas de la cárcel de la Inquisición se encerraban siempre uno o dos presos, cuidando de que fuesen de aquellos cuyos delitos tuvieran alguna semejanza. Luisa fue introducida a un calabozo, en uno de cuyos ángulos observó a una mujer acostada que se quejaba dolorosamente. El principio su situación no le permitió pensar más que en sí misma. Apartada del mundo vio lentamente y de un modo tan inexplicable, y para ella tan maravilloso, que era muy natural que si en aquello intervenía algo de encantamiento o hechicería tuviera necesariamente que venir a desenlazarse todo en el Tribunal de la Fe; pero ella se consideraba inocente. ¿Por qué se le trataba allí cono a culpable? Esto era lo que tampoco podía llegar a comprender, y en aquellos momentos, la mujer perdida que sólo había pensado en saciar todas sus pasiones, se acordó de Dios, se volvió creyente y calló de rodillas, sollozando en el ángulo opuesto del calabozo al que ocupaba la mujer que se quejaba dolorosamente.
Terribles tiempos, que el escritor relata de manera tan sencilla que pareciera que no lo fueran. Cuando relata los tormentos que sufre doña Blanca, sólo por haber huido del convento y después haberse casado con don César de Villaclara, nos pone ante hechos que en sus estudios sobre tormentos que aplicaba la Inquisición en México, eran de las peores pruebas que un ser humano pudiera sufrir. El largo relato que sufre Sor Blanca en los potros del tormento, en el vaciamiento dentro del embudo de litros de agua hasta destruirle órganos internos, el desnudarla sin ningún miramiento con la mayor saña refleja la podredumbre de seres humanos bajo un solo fin, de acabar con todo aquello que no sigue las reglas de los mandantes, sufre y sufre y sufre hasta la muerte. Y la peor manera de morir era ante la amenaza de ir a la hoguera para ser quemado por ser hechicero o hechicera, que era tan fácil de dirigir a cualquiera que fuera enemigo del statu quo. Todo lo que escribe Riva Palacio es doloroso de leer en esta novela histórica que refleja el talento que con el tiempo hemos de encontrar en mentes brillantes como Alfonso Reyes, Mauricio Magdaleno, Juan Rulfo, Carlos Fuentes o Jorge Ibargüengoitia y, muchos más, para nuestro gozo.