¿Vidas plenas?
De nueva cuenta, hablemos de otro de esos temas emanados de un capítulo de la Dimensión Desconocida; porque construir una vida plena no es una receta de Tik Tok ni un mantra de yoga con fondo de cascada. Es, en realidad, un acto de guerra contra nuestras propias miserias.
Porque sí, querido lector, la plenitud no se alcanza acumulando frases motivacionales ni exigiendo que el universo te recompense por existir; se construye con trabajo, con errores, con la incómoda pero necesaria aceptación de que, a veces, somos el villano en la historia que juramos protagonizar como héroes.
Errar es humano, pero enmendar es divino, y ahí es donde muchos se bajan del tren; porque pedir perdón implica reconocer que no somos infalibles, y eso duele más que una colonoscopia sin anestesia.
Preferimos justificar nuestras torpezas con el clásico así soy yo, como si la identidad fuera una condena perpetua y no, una construcción dinámica. Spoiler: no eres así, decides ser así y puedes decidir dejar de serlo.
Ahora bien, en esta cruzada por la plenitud, hay quienes confunden el camino con una pasarela de exigencias; son muchos los que creen que el mundo les debe algo por el simple hecho de respirar, que los amigos están para resolverles la vida, que la familia es una sucursal de atención al cliente, y que el amor se mide en favores concedidos sin chistar. A esos les tenemos una noticia: no son el centro del universo, ¡vamos!, ni siquiera del vecindario.
Construir lazos positivos no significa coleccionar personas que te aplaudan mientras te hundes en tu ego, significa sumar, no restar; apoyar, no exprimir; escuchar, no interrogar.
Pero claro, eso requiere esfuerzo, y el esfuerzo está pasado de moda, porque en el adverso mundo de hoy, se estila el juicio exprés, la crítica sin contexto, el dedo acusador como accesorio de temporada. Cuestionar todo y a todos es el nuevo deporte olímpico, aunque la mayoría ni siquiera califica para la ronda preliminar de coherencia, tantas veces discutida en este mismo espacio.
Y mientras tanto, la vida plena espera; y no en el próximo retiro espiritual ni en el feed de un gurú digital, sino en los pequeños actos de humildad cotidiana: reconocer que no lo sabemos todo, que no lo merecemos todo, que no podemos exigir sin ofrecer. Que el otro no está obligado a salvarte, ni a soportarte ni a celebrarte si lo único que aportas es drama y deuda emocional.
Así que, si de verdad se quiere construir una vida plena, comencemos por dejar de abusar del cariño ajeno como si fuera un subsidio; aprendamos a pedir sin manipular, a agradecer sin exigir, a convivir sin colonizar, a ser agradecidos.
Pero, sobre todo, aceptar que equivocarse no nos hace menos, pero insistir en el error con orgullo te vuelve insoportable.
La plenitud no es un derecho, es una consecuencia, y como toda consecuencia, se gana; con conciencia, con autocrítica, y con la valentía de dejar de ser el protagonista de tu propia tragedia para convertirte, por fin, en un ser humano decente, congruente y decidido a contruir una mejor versión de sí mismo.
¿Queremos?
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