Ay Carmela
¿Dónde has estado, Carmela, oculta todo este tiempo?
Ay Carmela, ay Carmela.
Himno revolucionario de la Guerra Civil Española
Cuando uno nace, nuestros padres no tienen la mínima noción de lo que determinarán en nuestras vidas al darnos un nombre. A mí me bautizaron con uno dignamente mexicano anclado a nuestras tradiciones mágico-religiosas.
Siendo una niña, mi madre me nombraba por todo lo alto para distinguirme entre mis catorce hermanos. Con su voz enérgica me gritaba ante la enorme casa: ¡Carmela!
Al ir creciendo, la conciencia social me reclamaba, sentía que el nombre de pila no me gustaba porque lo desconocía. En la escuela me hacían escribir planas de Ma. del Carmen Martínez Sandoval. ¿Qué era lo que mi mente infantil no hilaba con la congruencia gramatical? Bailar entre los sonidos eufónicos o cacofónicos de: Carmela, Carmelita, Carmen, Carmencita, Ma. del Carmen o Maricarmen, no me causaba tanto estruendo interior como el que mi santa madre me gritara para domar mi malísimo carácter: ¡Carmela!
El tono de pronunciar mi nombre o derivación de él, también estaba determinado por el estado de ánimo o el contexto en el que me encontraba inmersa con los otros, por eso cuando mi mamá se compadecía de mi limitado mundo de la vida y sabiduría, optaba por decirme en un tono de lamento: ¡Ay Carmela!
Hace poco, ante una fotografía publicada en facebook, mi hermana Fabiola me recordó con un mensaje que cuando me equivocaba ante la vida (situación frecuente), Teresa decía ¡ay, Carmela!, por eso cuando Fabys publicó: ay Carmela, un mar de emociones me sobrevino con mi madre y las lágrimas no se esperaron: ¡ay Carmela!, mi mente emocional repetía.
Por eso hoy, a medio año que te fuiste, puedo escribir que, –como siempre– la ignorancia sobre la vida –es atrevida, que el nombre que me diste, lo busqué–. Encontré en las lecturas que me gusta; que María signifique madre fuerte y Carmen composición poética, eso me ha llenado de un arcoíris de significados en mi vida.
Hoy mamacita, aquí está tu Carmela que se siente digna de su nombre: en esta tarde de inicios de julio en Toluca, hago garabatos con mi vida; investigo respuestas que la imaginación inventa.
Aquí está tu Carmela madre, soy de tus hijas a la que le trenzabas las ideas mandándola bien peinada a la escuela. Soy tu flaca, la que tomaste entre tus manos un veintiséis de junio después de la fiesta de San Juan.
Si Madre, soy esa Carmela que no se esperó a la fiesta de la Virgen del Carmen y que hizo correr a mi padre muy de mañana dos días de la celebración del veinticuatro de junio. Soy la que cubriste de los ojos adolescentes de Teresa aventando la almohada y evitando que su naturaleza de niña viera mis primeros instantes de vida.
Muchas veces me he preguntado por qué mi parto fue así. Me contabas que después de la celebración de cumpleaños de mi padre, entre el ajetreo de los preparativos y recoger las cazuelas del mole de aquel veinticuatro de la fiesta de San Juan, ya anunciaba tu cuerpo los síntomas del parto.
Entre el quehacer, el trabajo de la panadería y los once hijos que atrás me precedían, tu cuerpo de veinticinco años dieron alumbramiento a una escuincla o xoloescuincla que amaste y corregías bajos los motes de: Carmela, Carmelita, Carmen, Carmencita, Ma. del Carmen o Maricarmen.