Dalia

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Dalia era un animal precioso. Salió por toriles en la corrida de la beneficencia del 2016, no cabía un alfiler en Las Ventas y la expectación por ser el quinto de la tarde, era una de una superstición desmesurada. A la arena le impulsaron las volandas de su raza en lugar de los torileros, y a las manos de José María Manzanares le dirigió el azar. Ya en los chiqueros, era puro magma y arte hecho animal. Su criador, Victoriano del Río, lo sabía bien. Lo había estado buscando durante cuarenta años y sólo le encontró una vez. Las paredes de la ganadería reflejaban un palmarés descomunal, y en los años próximos conquistaría el escalafón sin descanso. Pero aquella tarde todo se desvanecía con el nacimiento de aquel toro. El sueño del animal perfecto se había cumplido. Dalia era una sinfonía y un óleo por completar, pura potencia indeterminada de una calidad que da sentido al término.

Lo hizo todo perfecto. Arrancó con un valor y una verdad del tamaño de una catedral al capote de Manzanares y se fundió con él en un baile de capa acompasado por la muerte que hizo rugir a más de 23 millares de personas. Humilló a las burlas de la vida levantando al caballo con la rotundidad del atleta vencedor. Se dolió con rabia y bravura en las heridas que las banderillas adornadas le hicieron porque su segundo puyazo fue ínfimo, y comprendió que el dolor no cabía en su casta. Hizo ver en su tercio de muleta que era un cometa en forma de animal, que dejaba polvo estelar en el albero con cada embestida. Y cuando ya no tuvo nada dentro de sí bajó la cabeza y enseñó su hoyo de las agujas, para que Manzanares hiciese material la etimología del término matador de toros

A Dalia le cabían los problemas del mundo entero dentro del corazón. Cargaba con cada uno arrogante, corriendo avanto por la arena de Madrid. Los albores de su sentencia a muerte comenzaron para él desde el murmullo y las protestas y aplausos de los tendidos, y él se deshacía de cada uno con un valor imposible para el humano. Levantaba el morrillo solemne hacia el cielo, dejando ver un pecho que se bifurcaba en unas patas de una finura y consistencia que nada más él merecía tener. Su composición desde lo alto de cada pitón hasta las últimas hebras de su rabo era, simplemente, un prodigio arquitectónico.

Dos años después, se dijo del toro Hebreo, de Jandilla y del lote de Castella, que tuvo nada más que 20 minutos para decir quién era, no como los hombres que tenían toda una vida para hacerlo. Con Dalia sucedió lo mismo. No se le dio más de 20 minutos para volver a nacer y morir, y sin embargo su muerte aún hace quedar pequeño cualquier acto de heroicidad que recuerde la condición humana. Lo justo, hubiese sido el paraíso terrenal del pasto y de la cubrición hasta el final de sus días: algo que hubiese ganado de manera arrolladora en cualquier otra plaza del mundo, como lo disfrutan ahora mismo Orgullito y Cobradiezmos o como lo disfrutaron Idílico y Arrojado.

Y sin embargo, Dalia tuvo que encontrarse con la ortodoxia de la inquisición venteña, que sigue pagando con deshonor haber inmolado no pocos mártires a su falta de hedonismo. Sócrates y Jesús murieron así y Dalia y Hebreo también. Pero estos asuntos de humanos lindan nada más que en la arrogancia que les es connatural y no salpican a criaturas de esta naturaleza. Dalia hacía ver la exigencia furibunda de la tauromaquia torista como un capricho absurdo. Ninguna sensibilidad libre de parquedad estaba lista para una tragedia sensu stricto de esa categoría. 

La historia de Dalia, fue, en suma, la de un animal imponiéndose al género humano, haciendo palidecer su genialidad a cada embestida. Una lección de vivir y de morir, y de cómo es que se queda realmente en la historia: adentrándose en cada una de las fibras del ser humano, revolviendo su espíritu, y ennobleciendo su alma. 

Qué hermoso fuiste, Dalia.