Sino todo lo contrario
El enemigo acecha desde las calendas. Perversos de toda perversidad, facinerosos, enemigos de mi palabra y, por lo tanto, del bienestar del pueblo pues, en resumidas cuentas, el pueblo soy yo. Tal era el talante de Luis Echeverría Álvarez, taimado como sólo él, “aguantando vara” en las oficinas públicas; primero como oficial mayor, subsecretario, secretario de Gobernación… con Adolfo López Mateos, con Gustavo Días Ordaz, en espera del dedo flamígero que (entonces también) lo señalase como candidato del partidazo, y entonces sí, ¡agárrense…!
De ese modo, luego de jurar como primer mandatario, Echeverría Álvarez buscó distanciarse de su antecesor, que terminaba el periodo infectado de putrefacción. No que fuera corrupción como las de después, sino que Díaz Ordaz culminaba su sexenio con la mancha fatídica del 2 de octubre de 1968. Había pues, que tomar distancia de esos procederes y ofrecer salidas a una sociedad ávida de participación. Así fue como se ofreció aquella “apertura democrática” que no pasó de ser una llamarada de petate, que encandiló a buena parte de la izquierda.
“Echeverría o el fascismo”, fue la frase que poco después lanzaría Carlos Fuentes ante la serie de cuartelazos que cimbraban las democracias del sur americano. Tan atinada su observación que, meses después sería nombrado embajador en Francia (1975) para manejarse en aquella lengua que tan bien manejaba. Pero su “giro a la izquierda” no fue solamente ese. De Echeverría se comentaba que había pertenecido a las juventudes del Partido Comunista (y que lance la primera piedra…), de modo que su simpatía con el gobierno de Unidad Nacional del doctor Salvador Allende (1970-1973) en Chile, fue por demás encomiada. Y con Fidel Castro, y con Mao-Tse Tung, y con Josip B. Tito, con Nicolae Caesescu, visitándolos o como huéspedes en el país, de modo que cuando proclamó la reputada Carta de los Deberes y los Derechos de los Estados, en la sede de la ONU (1974), nadie se llamó a engaño. Todo cuadraba en su parafernalia tercermundista. Carta que hoy es polvo de la diplomacia.
A Echeverría le urgía congraciarse con la juventud, tan lastimada con la represión de 1968 y del Jueves de Corpus de 1971, cuando una veintena de muchachos fueron masacrados a manos del aquel grupo paramilitar denominado “Los halcones”, y que tan bien retrata Alfonso Cuarón en su película Roma. Avenirse con los universitarios, entonces, era prioritario, y por eso cometió la pifia del 14 de marzo de 1975 (contra la advertencia del rector Guillermo Soberón) al aventurarse a inaugurar el ciclo escolar en el auditorio de la facultad de Medicina de la UNAM. Las juventudes comunistas, trotskistas y protoguerrilleras no se lo perdonaron. Apenas tomaba uso de la palabra cuando inició la bravata… “¡asesino!”, “¡represor!”, “¡déspota!”, y otras lindezas que brotaban desde el graderío, y él, enardecido por aquella provocación anónima (yo estuve allí), se defendió vociferando: “¡Jóvenes del coro fácil… así gritaban las juventudes de Mussolini!”. Y se acabó. Hubo una pedrada, el Presidente descalabrado, la cuerda jamás fue reanudada.
Y su distanciamiento con los grupos empresariales, y su afición al agua de Jamaica en vez del highball de rigor, y los disparates que tanto celebraba la clase media: “La situación de la economía nacional no es ni buena ni mala, sino todo lo contrario…”, y que dieran lugar a los famosos chistes de Echeverría que se renovaban día con día. “¿Cómo cambia Echeverría un foco?”, “¿Qué hizo Echeverría al subirse a un DC-10?”, etc, etc.
Todo eso ha concluido (al parecer). Vino la devaluación de agosto de 1976 cuando la paridad del peso saltaría del proverbial 12.50 por dólar a 22 pesos, que fue la estocada final. La “economía mixta” proclamada por LEA resultó un fiasco, y su sucesor no pudo enderezar el barco ni con las inconmensurables reservas petroleras descubiertas en su periodo. El lunes pasado, a los cien años de edad, Echeverría se llevó a la gloria eterna aquel éxtasis populista. Descansen en paz.